Todos los organismos vivos se modifican permanentemente para hacer frente a las necesidades y demandas. En las consecuencias de esas adaptaciones reside el incremento de la resistencia o susceptibilidad a las enfermedades. Por ejemplo, el ejercicio fortalece algunos sistemas, como el cardiovascular; o el tabaco obliga a los bronquios a reorganizarse con el riesgo de una respuesta anómala que se manifiesta en bronquitis crónica o cáncer de pulmón.

Uno de los conceptos más interesantes en fisiología, que se introduce en el siglo XIX, es el de homeostasis. Significa que el cuerpo tiende a mantener un estado constante, un medio interno estable. Cuanto más complejo es el organismo, más estabilidad precisa del medio interno. Si fuera un sistema inerte, los cambios en el medio externo tendrían su correlato en el interno: si hace calor, la piedra se calienta. Los reptiles aproximan su temperatura a la del medio pero no los mamíferos, que la mantienen independientemente de él. Para ello tiene que hacer algunos cambios respecto al momento previo para mantenerse como estaba. La famosa frase del príncipe en la novela de Lampedusa, cambiar para que todo siga igual, está inscrita en la naturaleza como la podía tener en el techo Montaigne.

Sabemos qué ocurre gracias a receptores distribuidos por todo el cuerpo que informan de cómo está la temperatura, el grado de acidez, la cantidad de solutos disueltos en la sangre llamada osmolaridad? en definitiva, una serie de señales que indican la situación del organismo. Esta información va a parar al sistema nervioso y al endocrino. Entre los dos tratan de mantener un equilibrio muy fino, que es el que nos permite estar vivos en tan diferentes medios y circunstancias. Cuando se desvía de la constante deseada, el organismo reacciona para corregir la situación. Por ejemplo, si aumenta la acidez porque se está produciendo más ácido láctico, la información llega al cerebro y éste envía una orden a los pulmones para que ventilen más y expulsen más CO2, que es una forma de bajar la acidez. Antes de que se inventaran los termostatos ya los teníamos funcionando en nuestro organismo.

También hay un termostato para regular el hambre. Pero está claro que nos lo saltamos. Lo mismo que podemos saltarnos el que regula la acidez y respirar profunda y rápidamente, simplemente por ansiedad. En esos casos se produce el efecto opuesto: la sangre se alcaliniza, es decir, baja la acidez. Al propio estado ansioso se unen las consecuencias de un medio interno alterado. Una terapia efectiva, si se hace con cuidado, es obligar a la persona que está en esa situación a respirar su propio aire, cargado de CO2: encapucharlo.

Hasta muy recientemente se pensó, sin fisuras, que los sistemas sanos buscaban el estado estable, la homeostasis. Sin embargo, este concepto está siendo desafiado por la observación de los sistemas mediante señales continuas. Por ejemplo, el ritmo cardiaco. Lejos de ser constante, el corazón sano muestra una gran variabilidad que disminuye con la edad y ciertas enfermedades. El corazón se comporta como un sistema no lineal.

Un sistema lineal se caracteriza por una clara relación dosis-respuesta. Además, como sus partes componen un todo de manera comprensible, se puede entender su funcionamiento examinándolas por separado. Lo podemos hacer con una máquina y fue la aspiración de Descartes cuando se pensaba en los hombres desde la perspectiva de la máquina, pero sabemos que no es válida para sistemas no lineales, como son los biológicos: nadie puede entender cómo funcionan si examina sus partes porque su funcionamiento está determinado por las interacciones. Una de ellas, muy importante en el ser vivo, como he señalado más arriba, es la retroalimentación.

Lo curioso es que a veces se producen fenómenos contraintuitivos como es la relación entre alcohol y salud: en casi todos los estudios se observa que los que beben moderadamente, máximo dos vasos de vino diario, tienen mejor salud que los que no beben. A eso se denomina hormesis. Los primeros en observarlo, o verlo, fueron Southam y Erlich, en 1943, cuando investigaban cuál era la cantidad mínima de compuestos fenólicos que inhibían el crecimiento de los hongos en la madera, para evitar su pudrición. Para su sorpresa se encontraron que una gran dilución estimulaba su crecimiento. Me recuerda a Hahnemann quien experimentó que cierto remedio que se utilizaba para la malaria, la quinina, producía en él, a ciertas dosis, los síntomas de la enfermedad. Lo igual cura lo igual. Entonces pensó que en la dilución estaba la potencia.

Probablemente estemos cerebralmente precableados para interpretar el mundo desde una visión mecánica. Es más simple y funcional para la vida cotidiana. Pero no sirve para desentrañar algunas complejas reacciones de los organismos vivos. En esos casos hay que hacer un esfuerzo intelectual para desterrar prejuicios, ver la realidad tal cual es y aplicar modelos complejos que no suele poder abarcar la mente. Muchos errores en medicina vienen de esa dificultad que creo es consustancial al ser humano.