Tengo delante una ensalada de pimientos asados con espárragos. Al lado, unas alcachofas listas para ser cocinadas. He asado y pelado los pimientos. También he cortado las cebolletas en juliana, lavado las hojas de unos tiernos cogollos de lechuga y blanqueado los espárragos en agua hirviendo. Las hojas de la lechuga sirven de base y sobre ella voy desperdigando el resto de las hortalizas. Sólo queda el condimento: aceite, vinagre y sal a gusto. El aliño lo ligo en un bol: primero, la sal y el vinagre de Jerez y, después, el aceite hasta lograr una emulsión. Lo vierto en la ensalada. Es primavera.

La devoción por la alcachofa o el alcaucil, capullo en flor de una especie de cardo, preside la cocina de Casa Juanito, una institución en Jerez, pero también es la hortaliza reina en otros establecimientos de la provincia gaditana. Da gusto comer alcauciles en Juanito, donde los guisan de maravilla acompañados de una salsita rubia y un chorro del vino de la tierra. Lo mismo ocurre con los que guisan en Casa Lazo, de Cádiz, un local especializado en las célebres maritatas. Habrá quienes se pregunten qué son las maritatas, que vienen de la Tata María y de la tradición gaditana de la tapita del puchero servida por las criadas (las tatas) y que, después, de haber pasado a la historia como algo sin importancia, vuelve a recuperarse. La «Tacita de Plata» y las localidades de sus alrededores, hasta Chiclana, han institucionalizado una senda de las maritatas que incluye las especialidades de cocina de varios establecimientos, entre las que figuran, las alcachofas, pero también los cardillos, las patatas aliñadas con vinagreta, los ostiones fritos, las acedías, las pringás, la berza, el sancocho, las habitas con jamón, los bocaditos de bacalao, etcétera.

Pero, sin ánimo alguno de salirme del contexto, y lo digo en todos los sentidos, vayamos con los capullos en flor. Los andaluces, sobre todo los de la parte occidental, tienen auténtica veneración por la alcachofa. Casi tanta veneración como los romanos, que adoptaron una de sus preparaciones más populares proveniente de la tradición talmúdica: los «carciofi alla giudia». Sin embargo, el gusto por la alcachofa en España proviene de los árabes, que cultivaron los capullos a finales de la Edad Media. De hecho, el nombre es una corrupción del «al-qarshuf» (cardo pequeño). No hay que darle muchas vueltas a la palabra para percatarse de ello. Está en el mismo sonido, al pronunciarla.

En Roma, decía, se comen alcachofas en primavera, como otros productos de la huerta, tan apreciados por los italianos en general y los romanos en particular. La flor del calabacín, rebozada, frita casi en tempura, sorprende por su sabor, entre almendrado y picante, a quien no la ha probado anteriormente. O los «fagiolini», las judías verdes, cocidas al «dente» y servidas muy frías con un chorro de aceite por encima. «Frescas como un rocío», como escribió Marcel Proust. Y, también, los bulbos de hinojo silvestre, cocidos y gratinados después al horno con queso rallado pecorino (de oveja), tan aromáticos.

Los romanos comen los corazones de alcachofa, regados de aceite y cubiertos de pan rallado, al horno, pero la preparación que prefieren es «alla giudia», es decir, a la judía. A mí también es la que más me gusta. Se fríen en aceite de oliva, aderezadas con sal y pimienta, y terminadas en su propio jugo, después de haberles echado un chorrito de agua. Así de básica y esquemática, la cocción permite mantener vivo el sabor del producto siempre y cuando éste sea bueno. En la antigua Roma, la alcachofa era un manjar en las mesas. Plinio no estaba muy de acuerdo con esa tendencia gastronómica y llegó a escribir que sus paisanos convertían en un corrupto banquete las monstruosidades de la tierra, que hasta los animales evitaban instintivamente. Plinio era, desde luego, la excepción.

Las variedades de alcachofa que se consumen tradicionalmente en España son la blanca, de Tudela, alargada de color verde y tamaño pequeño, que se cultiva en Navarra, La Rioja y todo el Levante; la romana o romanesco, gruesa y redonda, propia de la primavera, la más apreciada por los andaluces; y la violeta, de Provenza, pequeña, tierna, de forma cónica y color violáceo, que en Sicilia llaman francesino, por su origen. La de carne más apreciada para los italianos por la suavidad de su corazón tierno es la espinosa o «spinoso sardo», de color verde intenso y todo lo contrario de lo que su nombre podría dar a entender. Los franceses comen sus pequeñas provenzales a la «barigoule», salteadas en aceite de oliva y vino blanco, panceta e hinojo, y con un chorro de balsámico.

Otra debilidad hortícola para disfrutar en la primavera son los espárragos silvestres o trigueros, como la espiga de trigo verde, de textura firme pero, a la vez, tierna y jugosa. En Murcia, comí unos trigueros, finos como agujas de coser, delicados y con suficiente carne para no achicharrarse en la plancha o sobre la brasa, que es preferentemente donde deben cocinarse con unas gotas de aceite y sal gorda, Maldon a ser posible. En temporada los he comprado en el mercado de Sanlúcar de Barrameda y conservaban ese inconfundible amargor de las hierbas que se recogen en las lindes de los bosques, junto a los ríos o cerca de los viñedos. Lo mismo que las tagarninas, que crecen de modo rastrero en forma de roseta, con tallos que pueden medir hasta cien centímetros, rectos, alados, generalmente ramificados en la mitad superior. No es fácil encontrar las tagarninas, salvo en la sierra gaditana en esta época del año. Muy apreciada, se come cocida, gratinada, en ensaladas o en tortilla.

A su vez, los espárragos blancos o violáceos se cuecen atados en un mazo para que no se dispersen y se acompañan de una suave vinagreta, un aliño de aceite o, en su defecto, una salsa holandesa. En Francia, en un lugar entre Las Landas y el Bearn de cuyo nombre no puedo acordarme, me sirvieron unos muy jugosos acompañados de una delicada muselina y con trufa negra rallada por encima.

Tanto las alcachofas, cuyo compuesto llamado cinarina hace que todo lo que se coma o beba después sepa dulce, como los espárragos, tienen un serio problema armónico con cualquier vino de calidad que se quiera disfrutar. Una solución bastante aséptica es refugiarse en un fino de Jerez o Montilla, o un blanco Frascati, romano. No hace falta un mayor gasto. Ni conviene romperse la cabeza.