-Lo llaman «El Críu» en el pueblo.

-Era el pequeño. Padre, madre, 4 hermanos, pila cuchu a la puerta casa, prados, fincas, castañar, hórreo. Fui a la escuela de los 6 a los 12. Estalló la guerra y lo jodió todo.

-¿Fue dura en Sebreño y Ribadesella?

-Mucho. En Sebreño quedamos dos familias. Pasé tanto miedo y tuve tanto odio a los Junkers que venían a bombardear que cuando los milicianos montaron una ametralladora en una colina encima de casa los ayudé y les dije que iría a verlos disparar aunque no me dejara mi madre. Subí por la mañana y vimos acercarse dos aviones. Dispararon y le dieron a uno. Cayó en Torre y bajaron cinco paracaídas. Salió un camión a capturarlos. Cogieron a cuatro y luego al quinto. El más viejo de los alemanes tendría 25 años. Fui con mi madre a ver el juicio sumarísimo. Quería que los mataran. Una vez que las mujeres me mandaron salir de la cueva donde nos refugiábamos para traer manzanas, un avión me persiguió y vi el cadáver de Bartolo, que se había refugiado debajo de un árbol, partido a la mitad. Hombre y árbol partidos por una bomba que llamaban «segadora». A los alemanes los condenaron por mercenarios y yo quería ver cómo los fusilaban. No lo vi. Me enteré de que los mataron contra un paredón, y yo encantado.

-¿Cómo llegó al cine?

-Llegué mayor y por casualidad. Como a todo. Hice la mili voluntario, vigilando el paso de aviones por el estrecho de Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial. Luego fui a Oviedo a trabajar para unos señores que montaban una fábrica de cloro activo en Pumarín. Estaba Fidel Osoro, el de La Suiza, y un hijo de José Fernández Buelta, que trabajaba en la Diputación y escribía (era periodista en LA NUEVA ESPAÑA). Buelta, el padre, venía a Sebreño con el escultor Víctor Hevia y pasaban temporadas en una casa, la única del pueblo con váter y lavabo, que llevaba mi madre, Matilde. Me llevaron para atender aquella fábrica en una esquina de General Elorza, unas naves que habían hecho los arquitectos Somolinos. Tenían unos planos para hacer cloro activo, se fiaron de ellos y hubo una explosión que no me mató de milagro. Vino la Guardia Civil, que tenía el cuartel en Pumarín, y medio barrio a gritar que los queríamos matar y que habían visto a un tío con una careta antigás: era verdad, era yo. Un desastre. Lo volvimos a montar, hubo otra explosión y se acabó. Me dijeron: «Saturno, vende esto, te quedas sin trabajo». Vendí todo a Redondo, chatarrero en Foncalada: cobre, una dinamo, cubetas...

-¿A qué se dedicó luego?

-A panadero en General Elorza, poco más allá. Iba a las cuatro de la mañana, ayudaba y, a las seis, salía con un carro y un caballo lleno de macones de pan para las tiendas. Era cuando estaba racionado. Tenía un sueldo de mierda y me daban un kilo de pan. ¿Adónde iba con ello, casado?

-¿Casado ya?

-Sí, por la Iglesia.

-¿Con quién?

-Con Marujina, moza muy guapa, mecanógrafa, hija de un tapicero. Acabó el racionamiento y al ser libre el pan se jodió lo del carro y el caballo. Llevaba 4 años en Oviedo. Me vi en la calle y le dije a mi mujer: ¿por qué no vamos a Madrid?

-¿Conocían allí a alguien?

-No. Maleta, tren y habitación con derecho a cocina. En cuanto pagabas, ni derecho a cocina ni nada. Busqué trabajo en Agroman, que estaba haciendo María de Molina para unir desde el aeropuerto hasta la Castellana. Me presenté en las oficinas, en la plaza de las Cortes, curiosín, con corbata. Un paisano me miró de arriba abajo y me advirtió: «No va a haber trabajo para usted». «¿De peón?». «De peón, sí. Mañana, a las 8, ante el encargado de María de Molina». Pasé el verano a 50 grados picando como un perro. Y el otoño y la primavera. Como pasábamos hambre, busqué otro trabajo en Ciudad Lineal, toda la noche vigilando una caldera que tenía que mantener una temperatura. De 7 de la tarde a 7 de la mañana. Tengo ido a Madrid a pie, ahorrando el tranvía, para comprar porras. Para no pasar las 24 horas trabajando, pedí en Agroman que me pusieran a tarea.

-Reventaría...

-Reventé y fui a pedir trabajo a Galerías Preciados. Estaban haciendo Callao. Me atendió el hijo de Pepín Fernández, José Manuel. Me preguntó qué sabía hacer y le dije que nada, que pintar.

-¿Desde cuándo?

-Desde pequeño. En la escuela de San Miguel de Ucio pinté un retrato de Azaña cuando ganó las elecciones. José Manuel me pasó lápiz y bloc y me pidió que dibujara el teléfono. Lo hice sin alzar el lápiz y se sorprendió. Llamó a Mencía, jefe de escaparatistas, y le contó que pintaba bien. Él contestó que no necesitaba a nadie. No me cagué pocas veces en su madre para mis adentros. Me metieron de empaquetador en las cajas. Hubiera entrado de lo que fuera sólo para escribirle a mi madre que trabajaba en Galerías Preciados, pero ni en Agroman trabajé tanto. Acababa de envolver ocho paquetes y había catorce más. Volvía loco a casa.

-¿Cuánto se quedó?

-Nueve años, de hortera, con anillo y estilográfica en el bolsillo. Llegué a vender 7 millones de pesetas al año, el mejor, cuando las gabardina costaban 250 pesetas, un pantalón 50 y una buena chaqueta, 140. Vestí a Azorín, a César González Ruano, a Marañón... Escribía en el boletín de la casa una sección titulada «Dimes y diretes». Dirigía el boletín Alfredo Marqueríe y me dieron un premio por el cuento «La vaca blanca».

-¿Ya vivía en una casa en condiciones?

-Viví en todos los barrios de Madrid. Lo de Galerías acabó muy mal: me castigaron por una cosa que no hice, luego quisieron reponerme; pero ni Pepín Fernández ni yo podíamos vernos, y me fui. Quería marchar a Australia o a Estados Unidos pero no se podía. A Brasil, sí. José Manuel me comentó que podía darme buenas referencias en cualquier país de Latinoamérica menos en Brasil porque no conocía a nadie y que con la liquidación no tendría para el billete. Me llevó ante el contable, le dijo que me pagara y que me diera 50.000 pesetas de su parte.

-Un dinero.

-Vine a Sebreño en agosto, a ver a mi madre, y en septiembre de 1958 o 1959 subí en un cuatrimotor Super Constellation y volé durante 24 horas con dos escalas, en la Isla de Sal y en Río de Janeiro, hasta São Paulo.

-¿Y su mujer?

-Estábamos separados. Teníamos dos hijos, uno debe de tener ahora 60 años, si vive. Casi no los conocí. Nunca los volví a ver.

-¿Y a ella?

-Años después, en un mercado de Madrid, una mujer me sonreía y pensé: «Las diez de la mañana y ya ligué». Me acerqué y me dijo: «¿No te acuerdas de quién soy». «Ahora que hablas, sí. ¿Qué tal te va?» «Bien. ¿Y a ti?». «Bien». Nos fuimos... cada uno por su lado.

-¿Qué hizo en Brasil?

-Pedir trabajo en los Grandes Almacenes Mappin, mayores que Galerías. Me reprocharon que no supiera portugués, pero les interesó que hubiera trabajado en Preciados, me llevaron ante el jefe supremo y me dijo que pasara quince días por la tienda haciendo lo que me diera la gana, que él iba a Europa y que a la vuelta quería verme allí.

-¿Le fue bien?

-Pregunté a una mujer cargada si la ayudaba con el paquete y empezó a gritar y a insultarme. Un encargado acudió a deshacer el malentendido. «Pacote» -no paquete- es cuando las mujeres andan con la regla. Me largué hasta saber portugués. El Centro Asturiano era gozoso. Tenía una orquesta de viento y con un vocalista al que conocía de Oviedo, del Gran Casino, Longoria. Nos hicimos amigos. Allí conocí a un tío muy gordo, con puro, un cachondo que venía de Costa Rica vendiendo cremas y no sabía ni lo que ganaba. Me dijo que fuera a verlo, me enseñó productos -cajas de ampollas y cremas- y me puse a vender en farmacias. Yo le decía «esto no vale para nada» y el hijoputa se reía. Pero subías a un edificio de oficinas de veinte plantas y no dabas abasto a pedidos. La crema se vendía bien en las casas de putas. Al picareta gordo le llegó un camión de patatas, le pregunté para qué eran y respondió que para hacer la crema. Cuando me quiso liquidar con dos cruceiros, peleé por lo mío, me pagó y no vendí más.

-¿Cómo era la vida en Brasil?

-Cuando llegué, el cruceiro y la peseta estaban a la par, pero una langosta de dos kilos valía dos cruceiros y por unos céntimos reventabas a piña tropical con la que yo había soñado en mi hambre española.

-¿Ligaba?

-¿Sabes cuando el gato está enratonado de todos los ratones que come? Pasé semanas así. Follé mucho.

-¿Cómo siguió ganándose la vida?

-Había un perfume para hombre que te lo quitaban de las manos. Lo fabricaba una argentina en Río de Janeiro y me ofrecí para venderlo en São Paulo. Saqué tanto dinero que ahorré algo... hasta que en una farmacia me avisaron: «Español, cuidado, que la Policía está detrás de este perfume porque es una falsificación». Pensé en la Policía brasileña, el calabozo, la paliza y dejé de venderlo. Llamé a la argentina advirtiéndola para que volviera a su país. Entré en la Escuela de Arte Dramático... Me llevó Alfredinho, un amigo que había producido una película para hacer de galán y arruinó a la familia, que tenía una hacienda curiosa.

-¿Llegamos al cine?

-En la escuela conocí al italiano Mario Civelli. Yo era delgado, tenía buen pelo, alto. Civelli me vio y se puso a reírse, y yo que «me cago en el gordo de los cojones» y él que ríe más: «Este español se chinga en todo. Vas a trabajar con nosotros. Harás de minero». Así entré en el cine, con aquel picareta que estaba lampando por sacar dinero y que cuando se enteró de que no sabía portugués pero pintaba me mandó hacerle los decorados para su película. Pinté un poblado en el Amazonas. La película se titulaba «Bruma seca». Era 1961. Luego hice más, entre ellas «Santo milagroso», una de cangaçeiros (bandidos o revolucionarios de Brasil entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX) con Milton Riveiro de protagonista, al que yo admiraba mucho y se lo dije. En Brasil tomé la decisión de dedicarme a lo que me gustaba: la pintura. En el cine pagaban poco y, como no hablaba bien portugués, tenía que hacer de extranjero y hablar poco. Tenía una apartamento en São Paulo. En el Brasil de la bossa-nova conocí actrices y cantantes y pinté con éxito paisajes locales con un puntillismo diminuto y bahianas, mujeres gordas. Vendía barato, pero como rosquillas.

Mañana, segunda entrega: «El cine me permitió gastar mucho dinero» Ir y volver sin ataduras