Julio Camba (1884-1962), maestro de periodistas y uno de los grandes escritores del siglo XX, viajó mucho, comió maravillosamente y bebió mejor. Conocedor de los grandes vinos franceses, devoto de las carnes, la caza y las trufas, analizó platos y cocinas de forma jocosa, con su inimitable estilo humorístico. Sus artículos sobre cocina, digestión, asimilación, gula y antropofagia son tan buenos como los que dedicó a la política o a cualquier otra cosa que animase su gran talento.

La casa de Lúculo o el arte de comer es una obra maestra de la cocina, el libro que a cualquiera le hubiese gustado escribir sobre comida. En la jerarquía que hace Ben Schott de los gastrónomos figuran éstos, los gourmets, que son aquéllos que, además de disfrutar de la buena mesa, poseen cultura de vinos y comida; los epicúreos; los gourmands, cuyo mayor placer es comer; los glotones y los tragaldabas. Lucio Licinio Luculo, que inspiró a Camba para el título de su libro al igual que al autor de estas humildes crónicas, tiene cabida en todas y cada una de las categorías, teniendo en cuenta que sus banquetes nocturnos de su deslumbrante villa del monte Pincio contaban con entremeses, primeros y segundos platos, para terminar con una segunda cena y los postres. Y en cada tanda se servían diez platos, vinos de nardos, de Cumas, de Sorrento, de Chipre y de Falerno. Lo mismo daba o no que hubiese convidados. De él es conocido que un buen día sin invitados y habiéndosele servido una cena modesta, se quejó amargamente a su mayordomo: «¿No sabías que hoy Lúculo cena con Lúculo?». Cónsul, partidario de Sila, vencedor en la Tercera Guerra Mitridática, se retiró con un gran botín después de haber colmado a Roma de riquezas. A partir de ese momento se dedicó a los placeres: las langostas de Procida, el caviar, el onagro (pequeño asno silvestre), el garum y las lampreas antropófagas. Y a tantas cosas más, que a lo suyo, aun siéndolo, no se le puede llamar precisamente pereza.

El gallego Julio Camba era un devoto de la cocina francesa, pero se comportaba como un inglés y escribió con la gracia de los mejores humoristas británicos. La lluvia de Camba es fina, como el orbayo. En sus textos hay ironías que no sólo producen sonrisas, sino también alguna que otra carcajada. La cocina española que conoció estaba, como él mismo dejó escrito, llena de ajo y preocupaciones religiosas. «El ajo lo mismo sirve para espantar brujas que extranjeros». Precisamente, en una nueva edición de La Casa de Lúculo, a cargo de Reino de Cordelia, el editor Eduardo Riestra cuenta cómo uno de los sólidos pilares en los que se fundamenta su simpatía por Camba es su aversión al ajo.

No hay miles de aliófobos en España, pero la aliofobia, eso sí, cuenta con fieles adeptos. Josep Pla (1897-1981), por ejemplo, no sintió el tradicionalismo del ajo, como él mismo se encargó de recalcar en otro de los grandes libros gastronómicos que se han escrito en este país, Lo que hemos comido. Es más, Pla siempre se opuso a los excesos del ajo en la cocina nacional. Y argumentaba de la siguiente manera: todos los alimentos cocinados con ajo, por poco que se te vaya la mano, sabrán fundamentalmente a ajo. Le dejo la palabra al magnífico escritor ampurdanés: «Este gusto y este olor son, en primer lugar, insoportables. En segundo lugar, llegar a unos resultados tan simplificados y sumarios que la carne y el pescado no tengan más que gusto a ajo me parece excesivo y de una primariedad indignante. La cocina es un arte -y me tendrán que perdonar la insistencia, que considero decisiva- destinado a subrayar, a descubrir, a personalizar los matices de los alimentos, tanto desde el punto de vista del paladar como del olfato. El ajo, destruyendo, arrasando como arrasa los matices de los elementos alimenticios, para suplantarlos con la exhalación y el gusto que proyecta su fuerza expansiva, equivale a convertir la cocina en la negación de sí misma. El ajo lo arrasa todo. La cocina del ajo no tiene más que un común denominador que impera en solitario: el ajo».

Heródoto cuenta en Historia que en la pirámide de Gizeh hay una inscripción grabada que recuerda cómo cada mañana se repartía un ajo entre los obreros con el fin de inyectarles fuerza. El ajo, que los cruzados introdujeron en Europa, tiene grandes virtudes, pero también inconvenientes. De hecho, los romanos lo excluyeron de las cocinas patricias para evitar el mal aliento tras la ingestión.

Pero es verdad que no hay cocina cristiana sin ajo. Y mucho menos cocina mediterránea. Alain Ducasse, uno de los cocineros más prestigiosos, tiene la mejor de las consideraciones sobre el ajo, que considera patriarca de la alimentación. Pero reconoce que es necesario dominarlo para que su utilización no produzca estragos en otros alimentos. «Acusado de causar mal aliento y de descalificar a los platos a los que acompaña, en realidad sufre una injusticia flagrante, puesto que exige un modo de empleo particular y un enfoque delicado. Aunque es un producto de fuerte carácter que toca una partitura intensa y sostenida, sólo pide que se le suavice, para revelar mejor el carácter de una preparación. Debe su sabor y su olor a un aceite esencial muy volátil que se desprende al pelar o aplastar los dientes», escribió en su Diccionario del amante de la cocina.

En fin, mayormente, estoy con Camba y con Pla. El ajo, excesivo en las preparaciones ibéricas, desnaturaliza e incluso arrasa los alimentos, hasta tal punto que unas setas, por poner un ejemplo, sacrifican su perfume y su frescura al sabor cansino y repetitivo del dichoso ajillo. Sin embargo, sigue habiendo quienes se empeñan en enterrar las setas en montañas de ajo. Uno cree que come algo distinto y es igual que si comiese, una y otra vez, lo mismo. Frito, el ajo desprende un aroma acre que echa a perder los alimentos si no se usa con precaución. Una forma bastante civilizada de conciliar el ajo con las carnes o el pescado es confitándolo en aceite de oliva o, también, en grasa de oca

El ajo viejo, aunque reduce los riesgos coronarios, es, por otro lado, un ingrediente de lentas y pesadas digestiones y, después de haberlo comido en abundancia, se pueden matar moscas a distancia con el aliento. No, no me gusta el ajo, como no les gustaba a Camba y a Pla, aunque hay ciertos platos donde su presencia no solamente es que esté justificada, sino que es imprescindible: resulta imposible el pil-pil sin ajos y la sopa castellana tampoco tendría razón de ser. En ellos, al menos, seguiré soportando su insistente razón de ser.