La «cuisine créole» (criolla) debe una parte importante de su fundamento culinario a los colonos franceses y españoles, y a los africanos, con la riquísima aportación de las especias. Imaginémonos por un momento a los dueños de una casa en la Nueva Orleans del XIX tratando de ensayar con su cocinero o cocinera los platos más queridos de su país de origen. Y al cocinero o la cocinera, esclavos o descendientes de ellos llegados de África, intentando por todos los medios posibles, con unos conocimientos inspirados en su tierra natal, intentando sacar adelante una receta extranjera, ordenada en una lengua ajena y con ingredientes desconocidos. No es difícil llegar a la conclusión de que la autenticidad no era lo más importante: lo esencial era tener la cena en la mesa.

La serie televisiva Treme, de la HBO, ha vuelto a traer a la actualidad a la ciudad americana que acumula más catástrofe y pesadilla de los últimos tiempos. Lo hace con un espíritu festivo. Pero mucho antes de eso, en 1840, Nueva Orleans, antes de convertirse en un centro turístico y de encarar más tarde la tragedia del huracán más destructor de su historia, era una de las ciudades más prósperas del mundo, con restaurantes dignos de una clientela exigente y afortunada, hoy casi todos desaparecidos. Casi todos, porque de esa época es el viejo Antoine's, toda una institución en el Vieux Carré. En él, recuerdo, con las luces tenues, el camarero encargado de servir la mesa prendía acto seguido fuego al coñac y, al tiempo, la llama iluminaba el rostro de los comensales creando una sensación de brujería y misterio en una de las ciudades cuna del vudú. El ceremonial del café brûlot diabolique se producía ante la expectación de los clientes que no solían frecuentar el histórico restaurante del 713 de la calle St. Louis Street. Los habituales se limitaban a sonreír y a hacer planes sobre la marcha para continuar con una sobremesa feliz.

El ritual prosigue en la actualidad, pero yo les hablo de la Nueva Orleans que conocí, años antes del «Katrina». En Antoine's, asistí al pequeño incendio del «brûlot» (café con canela, clavo, coñac y una corteza de limón) cuando ya había dado buena cuenta de media docena de ostras Rockefeller y tenía ante mí el pámpano en papillote. El pámpano amarillo es un pescado plano de una carne deliciosa muy apreciado en el sureste de Estados Unidos y en ciertos lugares de la costa de México. El papel donde se envuelve para cocer levemente en el horno junto a las gambas, las ostras, la mantequilla, las chalotas, el cebollino y el champán, se destapa en la misma mesa ante la mirada atenta del que lo va a comer.

Nueva Orleans era y es una fiesta. Con ella no pudo el Betsy, ni tampoco el Katrina. Por mucho que las autoridades hayan decidido abandonarla a su suerte, el espíritu lúdico, el alma de la ciudad, lo resiste todo. De eso precisamente va Treme, la serie televisiva de David Simon, que, por cierto, tiene entre sus protagonistas a una cocinera empeñada en mantener contra viento y marea la refinada escuela local en su restaurante.

Pero sigo el hilo del recuerdo. Por las tardes, antes de quedar en el Antoine's, el Galatoire's (209 de Bourbon Street) o el Arnaud's (813, Bienville Street), tomaba un sazerac (bitter, whisky de centeno, gotas de angostura, absenta, limón y azúcar) en el bar del Hotel Fairmont. Por las mañanas, luego de desayunar unos huevos Hussard en el Brennan's (417, Royal Street), me dirigía a haraganear por el mercado francés (Les Halles), de Jackson Square para asistir en directo al milagro de la despensa. Por la noche el mundo pertenecía a los garitos de jazz, a Dr. John, Allen Toussaint, Professor Longhair o a la «reina del soul» local, Irma Thomas, cuyo Ruler of my heart escuchaba ya de retirada, antes de acostarme, mientras improvisaba en el mismo bar del hotel o en la habitación una ratafía o un julepe de menta (para aliviarme de la sed).

Como ya saben, la cocina de Nueva Orleans, la más vigorosa y rica de Estados Unidos, empezó siendo el resultado de la interpretación que algunos cocineros, esclavos africanos, hicieron de las recetas francesas o españolas que ordenaban los amos. Era, claro, una interpretación muy libre, teniendo en cuenta la dificultad del idioma para entenderse, los ingredientes, muchos de ellos desconocidos, y el hecho de que la única experiencia culinaria de aquellos chefs improvisados era la primitiva cocina natal. Pero todo evoluciona. Y la evolución llegó cuando esos cocineros improvisados fueron transmitiendo las recetas aprendidas de los manuales europeos de cocina a los «affranchi» (mulatos y cuarterones, libres) y éstos a los inmigrantes italianos hasta llegar al dominio de los grandes chefs. Y a partir de ese momento, como se dice en Nueva Orleans, fue todo «¡laissez le bons temps rouler!», que traducido literalmente sería «¡deja que rueden los buenos tiempos!» y en una interpretación libre «¡que comience la fiesta!».

En Nueva Orleans no hace falta la disculpa del Mardi Gras, ni del Carnaval latino, ni del Jazz Heritage Festival, para que la celebración sea continua. De manera que después de una noche tormentosa queda siempre un vistazo al French Market, con los puestos de bocadillos (po-boys de cangrejo, muffulettas, los bocadillos de salchicha o salami), un café con un buñuelo o la extensa variedad de especialidades cajun, la cocina de los acadianos (colonos franceses de Nueva Escocia que llegaron hace décadas a los bayous de Luisiana), más picante que la criolla.

En ese microcosmos de jazz, especias, Caribe e influencias europeas que es Nueva Orleans, los bouillons (caldos cortos) vuelven a ser los grandes protagonistas de la cocina «créole», donde destaca la okra, una de las legumbres con más historia, cultivada por los sumerios y que llegó a América con los esclavos africanos. La okra o quingombó, que también consumen habitualmente los griegos y los pueblos norteafricanos, la habrán visto en las fruterías más surtidas. Es de color verde y tiene el aspecto de un pimiento pequeño. Es el ingrediente principal de una preparación entre guiso y sopa que lleva el nombre de gumbo, con el que los africanos conocen la okra. Se hace habitualmente bien de marisco o pollo y el primero de ellos lleva cangrejos, gambas y ostras, todos ellos pasión en la Luisiana. Y, naturalmente, cayena, tabasco, orégano, tomillo, albahaca, laurel y pimienta negra. No hay plato afroamericano sin especias. Con los cangrejos de río (écrevisses) se hacen estofados y buñuelos (beignets) fritos. En la tradición cajun se guisan muy picantes y se acompañan de arroz. Los cangrejitos se comen por kilos en Nueva Orleans, como las ostras por docenas, preparadas de mil maneras al igual que las gambas.

Y vamos con la salsa picante más famosa del mundo. El Tabasco se compone únicamente de chiles, sal y vinagre. Se etiqueta en esos frasquitos tan característicos en más de una docena de lenguas. La fórmula es sencilla, sólo tiene como secreto la paciencia infinita. Los chiles rojos se machacan, se mezclan con sal y se reservan tres años en barricas de roble blanco. El puré resultante se junta con el vinagre y se guarda otro mes hasta el momento de filtrarlo y embotellarlo. El Tabasco, al igual que otros productos típicos, tiene un especial protagonismo en los Carnavales de Nueva Orleans, donde se celebran los matrimonios más famosos por medio de disfraces. Por ejemplo, la salsa picante más popular con su concha favorita: la ostra. No es extraño ver por las calles a parejas disfrazadas, él de tabasco, ella de ostra. En el Mardi Gras todo puede ocurrir, pero pese a la dispersión general la calidad de los buñuelos no baja.