Con la ostra, incluso con las del famoso chef británico Heston Blumenthal, acompañadas de un iPod para escuchar el sonido del mar, hay que dejar a un lado cualquier tipo de utensilio, llevarse la valva a la boca, echar la cabeza hacia atrás, arrancar con los dientes la criatura de la concha y aplastarla suavemente contra el paladar antes de tragarla viva, experimentando el sabor de su jugo salobre. No hay otra forma mejor de comerla, es como si una ola azotase los sentidos. Andar metiendo un cuchillito, una palita de plata o unas pinzas para extraerla de su cáscara es una cursilería y con ello se pierde gran parte de la experiencia sensorial. La ostra es el mejor tributo que existe a la comida cruda. Con ella sobran la manipulación y mucho más el calor; al cocinarlas suelen estropearse.

Una buena ostra en condiciones es un molusco excepcional y, como decía el gastrónomo Grimod de la Reynière, sólo pierde sus virtudes nutritivas después de la sexta docena. Pero, eso sí, la ostra tiene que ser de calidad y servirse a la temperatura óptima, es decir, lo suficientemente fresca para que el paladar no se resienta por su textura. Otro pope de la gastronomía, Curnonsky, comparó la poesía con las ostras: o son de primera clase o no merecen la pena.

La tradición explica, como ocurre con otros mariscos, que la ostra puede comerse sólo los meses del año con erre y eso valdría supuestamente para todos los países, como España, cuyos meses erre coinciden con los franceses. Comerlas en otras fechas resultaría, según la leyenda, perjudicial para la salud. Ahora bien, a todos los que nos gustan y hemos disfrutado de ellas de enero a diciembre sabemos que es algo infundado que se remonta a los tiempos en que los transportes eran lentos y las posibilidades de conservación del producto, escasas. Entonces, lo razonable era comer las ostras en las estaciones frescas y no intentarlo durante el verano. De ahí los meses erre.

Quien busca buenas ostras las encuentra en cualquier temporada. Uno de los mejores sitios para hacerlo es Francia. Julio Camba no pensaba así. Para él, un hombre que se sentía tan poco nacionalista en costumbres gastronómicas y en todo lo demás, las mejores eran, sin embargo, las de Puente San Payo, en la ría de Vigo. En Galicia siempre se han comido ostras de primera calidad, pero en el país vecino se trata de una auténtica devoción en toda la costa atlántica, desde las Landas hasta Normandía.

Fundamentalmente, hay dos tipos de ostras: las planas, de valvas circulares, y las «creuses» o alargadas (portuguesas y japonesas). Camba, vuelvo a él, decía que las ostras de esta variedad Gryphea sólo se podían comer con algún tipo de salsa. En cualquier caso, son las que abundan en toda las costa atlántica y nos hemos acostumbrado ya a su turbador aroma marino.

El apellido Gillardeau es ilustre en Francia. Corresponde a una familia que, tras cuatro generaciones, produce unas ostras suculentas conocidas en el mundo entero. A su sabor nítido, yodado, equilibrado, dulce y, a la vez, salino unen una untuosidad que se prolonga en la boca, dejando un regusto de avellana difícil de explicar. De mayor a menor, se venden en seis tamaños, del 5 al 0. Personalmente, las prefiero del tres, todo lo más del cuatro. Las del cinco resultan un bocado demasiado grande.

Son muy apreciadas las de Belon, que se cultivan en Bretaña. Es un tipo de ostra plana y suele venderse clasificada como «doble cero» por su tamaño. Las «verdes» de Marennes, planas o alargadas y las «fines de claires», únicamente de esta última variedad, son también excelentes y se cultivan desde Capbreton, en las Landas, hasta la bahía de Arcachon. Gujan Mestras, la ciudad de los siete puertos y capital del cultivo ostrícola, es tierra de bienestar. Situada entre los viñedos aquitanos, el bosque de las Landas de Gascuña y las playas de Arcachon, uno llega hasta allí para ver pasar las horas plácidamente, entre paseos, buenas lecturas y generosos platos de ostras, regados con botellas de Muscadet, Poully Fumé o Chablis. Es lo más parecido que conozco a la felicidad.

Pero de todas las ostras que he probado las más finas y sabrosas son las de Colchester. Los ingleses están orgullosos de ellas, pero la mayoría sólo las come en Francia, donde, por fin, se libran de ese complejo atávico de no probar aquello que les resulta fresco, crudo o francés. Estas suculentas ostras, de sabor más intenso y lechoso que las de Belon y con una textura incomparable, se encuentran a lo largo de cinco kilómetros de una ensenada de la isla de West Mersea, cerca de Colchester, en Essex. En París las he comido en La Marée, un reconocido restaurante de pescados entre el Faubourg Saint-Honoré y la rue Daru. A veces, cuando no las tienen, sirven «fines des claires», del ostricultor bordelés David Hervé, también muy apreciadas por los aficionados. Pero si alguien les ofrece en alguna ocasión ostras de Colchester, no duden en pedirlas. Son realmente buenas.

Las ostras de Colchester atrajeron a los europeos continentales desde la época de los antiguos romanos. El propio Plinio el Viejo, agudo observador y hombre de mundo, solía decir que era lo único bueno que producía Gran Bretaña. Además, no había problema de abastecimiento. En tiempos de Dickens solían abundar tanto que Sam Weller, uno de sus personajes, decía aquello de que «la pobreza y las ostras parecen ir de la mano». La frágil y delicada población ostrícola decreció vertiginosamente en el siglo XIX y, desde entonces, ha ido desapareciendo en grandes cantidades por culpa de la contaminación o del mal tiempo.

El maestro de cronistas Néstor Luján citaba al vizconde de Mirabeau y Voltaire como grandes glotones de ostras, merecedores de la famosa litografía de Boilly. El primero de ellos devoraba antes de comer más de treinta docenas y el segundo tomaba como aperitivo una gruesa, es decir, 144 piezas, según el cálculo medio de su peso.

Hace tiempo que resulta imposible mantener esas costumbres pantagruélicas, dado que la capacidad digestiva ha disminuido y que el cultivo de las ostras propicia piezas de mayor tamaño, pero básicamente debido al precio de estos moluscos. Por regla general, hay que contentarse con una, dos docenas a lo sumo, y así vamos tirando. Pero, claro, eso nos deja muy lejos de la desmesura de Vitelio, también llamado «el Glotón», el emperador romano que, según cuentan sus biógrafos, se metía entre pecho y espalda, en cada almuerzo o banquete, 1.200 ostras. Parece increíble incluso dedicándose exclusivamente a sorberlas y aun contando con la ayuda de la pluma de pavo.