El foie gras, el chateaubriand, la bullabesa de Marsella y el pot au feu son ya Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Se trata de asuntos todos ellos íntimamente relacionados con la «cuisine», como las baguettes, los caracoles de Borgoña, las andouilletes de Troyes, los ortolanos, las gallinas de Bresse, el coq au vin, el Roquefort, las ostras Gillardeu, tantos y tantos otros ingredientes del gran banquete que caracteriza a Francia: cocineros, panaderos, traiteurs, campesinos, que han hecho de la mesa un ritual y una religión del buen gusto. Las prácticas culinarias del país vecino han entrado en esa lista de intangibles de la Unesco a la que aspiran las comunidades del planeta y que Francia celebra, de Sarkozy y Fillon al último francés, por todo lo alto, después de que su gastronomía, tan venerada como la Revolución, tenga un lugar junto a Notre Dame o a la Torre Eiffel, por citar dos de sus monumentos representativos.

Junto a la monumental cuisine han entrado a formar parte del cuadro de honor de la Unesco, la riquísima y variada cocina de México y la dieta mediterránea, avalada por España, Grecia, Italia y Marruecos. La dieta mediterránea, según la Fundación que presentó la candidatura, significa un estilo de vida singular cuya denominación deriva de la palabra del griego antiguo «diaita», forma de vida y de mediterráneo, propia de los pueblos que habitan en las tierras que rodean un mar y que influye en actividades como la cosecha, recolección, pesca, conservación, transformación, preparación, cocina, y especialmente en la alimentación.

Si para ejemplificar en la cocina de México no tenemos más remedio que referirnos a los moles y a los tacos, Francia, la generosa Francia de tantos quesos como días del año, se explica con el foie gras. No digo, como es obvio, que se resuma, sino que se explica. El poeta Horacio ya cantaba a los hígados hipertrofiados de las ocas engordadas con higos, jecur ficatum. Foie gras y uvas para terminar el año. ¿Por qué no? Pablo Neruda, que escribió veinte poemas de amor y una canción desesperada, dejó también escrito su peculiar arrobamiento ante el foie gras, al que llamó hígado de ángel. «Forma adorable. Tu dulce perfume es un arpa de nuestros paladares. Tu armonía toca los címbalos en nuestras lenguas, y nos atraviesa enteramente con un largo escalofrío de placer».

Pero para dejarse influir por este tipo de poesía hay que empezar, sin embargo, por entender el papel de las ocas y de los patos, que viven al aire libre, como suelen decir los campesinos franceses, equiparando su suerte en la vida a la del toro bravo, cuando alguien critica el cebamiento a la fuerza o la hipertrofia del hígado. Los perigordinos, por ejemplo, ceban los ánades con maíz y sostienen ante los detractores de este método de engorde que los patos, las ocas, aves migratorias de otros tiempos, tienen el hábito de deglutir, no disponen de buche y su tubo digestivo está directamente conectado con el estómago. Según ellos, el cebamiento sólo refuerza su propensión a la bulimia. Lo cierto es que el hígado de pato, ganso u oca, víctima de una hipertrofia, no es un hígado enfermo, sino un hígado graso de animal sano, con una textura untuosa y un sabor exquisito que lo hace un bocado inigualable.

Su mejor condición es la de «entier» o entero, pero alrededor de esta presencia natural hay otras que sobreviven en un escalafón inferior de calidad como son los bloques o los «parfaits», elaborados con pedazos de foie gras, las delicias, las «mousses» y todas las demás mezclas que componen el arco gustativo, fresco o cocinado del hígado por excelencia.

Joël Robuchon, indiscutible maestro de cocineros, fue el primero en sorprender a los comensales con las escalopas de hígado fresco braseado, que tan bien combinan después sobre un lecho de manzana dorada en la sartén y una reducción de Oporto. Tuve la inmensa fortuna de comerlas en su casa con un sencillo puré de lentejas.

Hablar de foie gras es hacerlo de Francia, aunque la manipulación de los hígados se encuentre ya muy extendida. En Hungría. Estados Unidos, Italia o España, por poner algunos ejemplos. El Suroeste y la Alsacia compiten en el mercado con hígados frescos, mi-cuits o en conserva. ¿Cuál es mejor? Va en gustos. Más cremoso y concentrado de sabor el de abajo y de textura más firme el de Estrasburgo.

Existe la costumbre de unos años a esta parte de utilizar el foie gras y sus variantes, los patés, las mezclas y lo demás, para cualquier preparación en la cocina. Se abusa de ello y a veces sin el menor sentido. Es más lo que uno espera encontrarse de vez en cuando con un plato que no lleve foie, como se dice o anuncia vulgarmente por más señas.

Hay algo, sin embargo digno de destacar, fruto de la imaginación de Rossini y elevado a los altares de la cocina, que son los tournedos que llevan el nombre del músico de Pesaro, pequeños medallones de solomillo de ternera recubiertos de foie grass y láminas de trufas, con una reducción de vino de Madeira. En este caso sí existe una sintonía justificada y justificable.

Sobre el vino para acompañar el foie gras se ha discutido largamente. Hay seguidores del champán e incluso del tinto. Yo prefiero Sauternes, Monbazillac u otro licoroso.

François Vatel, cocinero de Condé, que se suicidó porque los pescados no llegaron a tiempo para el banquete; Parmentier, que introdujo la patata para acabar con las hambrunas, Brillat-Savarin, Grimod de la Reynière, Antonin Carême, que inventó la cocina moderna; Dubois, Gouffé, Favre, Dugléré, Nignon, Escoffier, Lacam, Reboul, Curnonski, el «príncipe» de los gastrónomos; Raymond Oliver, Fernand Point, el gran Alain Chapel, todos ellos sacerdotes supremos de una religión, pueden descansar tranquilos. Voilà, la cuisine.