La vida debía de resultar bastantes dulce para uno de los tres adolescentes que habitaban en las estribaciones del Sueve hace unos 49.000 años, en un paisaje que en su morfología no diferiría mucho del actual aunque sí en su vegetación y su fauna. Pero era una dulzura anormal, la propia de quien es casi incapaz de percibir el sabor amargo. Limitación que resulta peligrosa para alguien cuya existencia se desarrolla al aire libre y que se ayuda del gusto para catar frutos silvestres u otros complementos alimentarios de origen vegetal cuyo amargor suele advertir de males mayores en caso de ingesta. Ese mismo adolescente lo habría tenido fácil si hoy hubiera necesitado una transfusión de sangre. El grupo 0, el más universal, le garantizaría un donante con facilidad.

El adolescente era uno de los doce de Sidrón, un grupo con vínculos familiares que todavía están por descifrar pero cuyo retrato se hace más cercano a medida que progresan los estudios genéticos sobre sus miembros. En torno a un fuego que ya controlaban, en un abrigo todavía por localizar -sus restos llegaron a la cueva procedentes de otro lugar, quizás arrastrados por el agua y el lodo- se reunían un hombre adulto, dos jóvenes, dos mujeres adultas y otra joven, tres adolescentes de sexo masculino y tres niños con edades comprendidas entre los 2 y los 9 años cuyo sexo está sin determinar. El gen FOXP2, vinculado a la capacidad del habla, y la morfología de su oído interno y su laringe -de Sidrón salió un hioides, el hueso que sujeta la lengua, pieza escasísima y definitiva en los estudios sobre esta facultad- han arrumbado la idea de que los neandertales apenas tenían comunicación verbal. Asunto distinto es la articulación de ese habla y la capacidad de transmitir información en un ámbito en el que el saber de los mayores resultaba crucial para la supervivencia. Por lo tanto, en torno a ese fuego que articulaba la vida grupal había conversación.

El más pequeño (o la más pequeña), de entre 2 y 3 años, estaba ya en el umbral de uno de los períodos de estrés alimentario que han dejado huella en todos los de Sidrón. Llegado el momento del destete, el paso a la alimentación sólida y los problemas derivados de la adaptación al nuevo régimen provocan el adelgazamiento del esmalte dentario. Las capas internas de los dientes son un registro directo de los tiempos de escasez y de otras variaciones en la aportación nutricional, al igual que a partir de los anillos del tronco de un árbol podemos deducir el régimen de lluvias y otras variaciones climáticas en un tiempo determinado.

Prolongar el destete hasta casi los 3 años aplazaba la posibilidad de un nuevo embarazo entre las hembras neandertales. El pequeño (o la pequeña) de Sidrón tenía un hermano (o hermana) de entre 5 y 6 años, hijos ambos la mujer más joven identificada como «C». Esto viene a ratificar que el destete prolongado abría un período en torno a tres años de diferencia entre cada parto, una circunstancia que vino a agravar el déficit demográfico de los neandertales y a situarlos en inferioridad frente a otras especies, como la nuestra, donde el tiempo entre embarazos era más corto.

Otra de la madres, la que los investigadores llama «A» con un vástago entre 8 y 9 años, era la «roxa», portadora de un gen asociado a la pigmentación roja bastante frecuente en la especie. En su aspecto externo tanto ella como el resto de las mujeres del grupo presentaban una anatomía similar a la del hombre. Serían de complexión fuerte y musculada, lo que en opinión del paleoantropólogo Antonio Rosas, miembro del equipo que trabaja en Sidrón, «pudiera ser indicativo de un cierto igualitarismo en la distribución del trabajo».

Ahora sabemos que las tres mujeres procedían de otro grupo distinto. La práctica de que las féminas en edad de procrear dejasen su familia para integrarse en otra evitaría la endogamia pero, sin embargo, no consiguió garantizar la diversidad genética. Los neandertales eran pocos y muy emparentados, como muestra el estudio genético de varios ejemplares procedentes de distintos yacimientos europeos, entre ellos el de Piloña. En momentos críticos se estima que no llegarían a los 10.000 individuos diseminados en un territorio muy amplio. Las mujeres apenas serían unas 3.500, según una proyección a partir del estudio genético del ADN mitocondrial -que se transmite sólo por vía materna- de cinco individuos, uno de ellos de Sidrón. Este estudio revela que todos ellos descendían de una mujer que vivió hace 110.000 años. Aquella «eva neandertal» garantizó la supervivencia de la especie tras una reducción de la población provocada por un intensa glaciación.

Los grupos tenían las dimensiones apropiada para sobrevivir en tiempos de escasez. Los de Sidrón «se movían, de forma cíclica probablemente, en un territorio relativamente amplio», explica Marco de la Rasilla, responsable del equipo que investiga el yacimiento. Restos de sílex procedentes de Piloña hallados en el abrigo de La Viña, en Manzaneda, cerca de Oviedo, nos dan idea de que se desenvolvían en un territorio con distancias de al menos 50 kilómetros entre los distintos puntos de actividad.

La caza constituía la ocupación principal. El grupo poseía las dimensiones idóneas y los brazos suficientes para capturar ciervos, bisontes, osos de la cavernas o caballos. Empresas mayores requerían ya la coordinación con otros grupos. Las técnicas de caza obligaban a acercarse mucho a la pieza, por lo que los neandertales eran de los que «miraban a la cara a los grandes mamíferos», según el paleontólogo Clive Finlayson.

Los bruscos cambios de clima que empezaron a producirse hace unos 50.000 años alteraron su entorno de tal forma que a la primera especie que ocupó Europa le costó adaptarse. Otros recién llegados, nuestros antecesores, mostraban un cuerpo más apto para recorrer las largas distancias en busca de piezas y mostraban quizá mayor destreza en la caza en campo abierto.

Cuando su especie entraba en el tramo final de su existencia, y se intensificaba un proceso de extinción que todavía se dilataría durante algunos milenios, los de Sidrón tuvieron un final abrupto y colectivo. Desconocemos cuál fue el origen de esa muerte grupal -suponemos que no fueron unas bayas recolectadas por el adolescente que desconocía el sabor amargo- a la que siguió algún tipo de práctica caníbal, como deja en evidencia la gran fragmentación de los restos óseos y los orificios que permitían al comensal acceder a la médula del hueso, de alto valor proteico. Hasta ese fatal momento, el grupo apenas se distinguiría de otros que, aislados y en franco retroceso, poblaron Europa hasta hace unos 30.000 años.

Los estudios genéticos han abierto la puerta al conocimiento del perfil individual de la docena de neandertales de cuya existencia tenemos hoy constancia por una colección cercana a los 2.000 fósiles hallados en la cueva de Sidrón, en Piloña, probablemente la mayor de esta especie en Europa. La abundancia de material y las características del grupo han propiciado hasta ahora hallazgos que, para los investigadores, son sólo una promesa de relevantes novedades futuras. Los fósiles de Sidrón están en el centro de esa revolución que para la paleontología supone la irrupción del análisis del ADN y que en pocos años puede alterar de forma sustancial los esquemas de la evolución humana. De momento, ya sabemos que esos neandertales estaban más próximos a nosotros de lo que hasta ahora se pensaba. La publicación, en mayo pasado, del primer borrador del genoma neandertal, a cuya elaboración contribuyeron los fósiles del yacimiento piloñés, reveló que compartimos entre el uno y el cuatro por ciento del ADN, lo que implica que en algún momento hubo un cruce provechoso entre ellos y nuestros ancestros más directos. Un hallazgo que dinamitó la idea establecida de que neandertales y sapiens no tuvieron descendencia fértil y que muestra el potencial de cambio en el conocimiento que trae consigo la investigación genética aplicada a los fósiles.