Dejando designados los cargos de gobernador y el de jefe militar de la ciudad, sale Tomás Bobes, el 14 de julio de 1814, para Caracas, dueño absoluto de la situación en gran parte de Venezuela y dispuesto a rematar las operaciones controlando la zona oriental del país. Tras haber ordenado a su lugarteniente Morales que persiguiera a Bolívar y sus tropas, sigue a su otro capitán, Ramón González, que ya había entrado en su nombre en la capital, Caracas. Ocho días antes, el hasta ese momento «generalísimo» Bolívar había abandonado apresuradamente la ciudad, al frente de su desmembrado ejército y seguido por una multitud de civiles que desesperadamente ponían tierra de por medio. La ciudad de Caracas quedaba sin Gobierno, así que provisionalmente se habían hecho cargo de él el arzobispo Coll y Prat, el marqués de Casa León y el doctor Domingo Duarte, quienes decidieron enviar una comisión ante las tropas realistas para evitar saqueos y pillajes.

El partido realista de Caracas recibió a Bobes con todos los honores y la suntuosidad que era posible. Fue saludado con fuegos de artificio, música y repiques de campanas en todas las iglesias, saliendo a recibirlo una comisión que lo condujo a la catedral, donde el arzobispo Coll cantaría un tedeum en acción de gracias, para luego ser alojado en el palacio arzobispal. Bobes siguió las directrices que a su llegada marcara el capitán Ramón González, quien había emitido un bando: «Vuestras vidas serán salvadas, vuestras propiedades, ilesas, y vuestra seguridad, inviolable. Os empeño mi palabra de honor y todo el crédito de la nación española: en nombre del rey y bajo la garantía del jefe del ejército, don José Tomás Bobes, os hago este ofrecimiento e invitación». Los caraqueños pudieron respirar aliviados. Incluso a petición de los Jove u otros notables, concedió generosamente indultos para aquellos a quienes en otras circunstancias hubiera fusilado sin pestañear. Tras organizar convenientemente la vida civil de la capital, designó a Ramón González como comandante militar, dejándole un contingente en el puerto de La Guardia. ¿Quién podría haber imaginado que Caracas habría de añorar la partida de Bobes? Pues, así fue.

El grueso de su ejército al mando de Morales seguía los pasos de Bolívar sin descanso, y Bobes con una reducida fuerza iba tras ellos. El Libertador pretendía llegar a Barcelona, la ciudad oriental, que tanto se había distinguido por su lucha en meses anteriores contra los realistas. El 9 de agosto llega Bolívar a Aragua de Barcelona y recibe a Bermúdez, que con algunas tropas se le une. Son poco más de tres mil, mientras Morales comanda un contingente de ocho mil efectivos. Ambos bandos se encuentran junto al río que bordea la ciudad y traban combate desde primeras horas de la mañana hasta el mediodía. Cuatro mil trescientas bajas fue el balance de aquella batalla. Los de Morales, mil y el doble de heridos; los insurgentes, al menos un millar de muertos.

Tras esto, Morales, sediento de victoria y venganza, sale con sus fuerzas camino de Urica, adentrándose en la zona oriental aún más. Mientras, en las filas independentistas, surge la anarquía de los últimos momentos y Mariño junto con Bolívar son destituidos de sus responsabilidades. Había caído por segunda vez la naciente República de Venezuela; pero Morales en la localidad de Maturín tropieza con algunas fuerzas patriotas y a pesar de su superioridad de cinco a uno, sufre un descalabro importante. El 15 de octubre llega Bobes a Barcelona al frente de cinco mil hombres aguerridos. Toma la ciudad tras un asalto implacable y vuelven a repetirse nuevamente los hechos de Valencia. Se celebra nuevamente el baile y tras el obligado piquirico de siempre, en presencia de los notables, de las damas de la aristocracia mantuana y de los exiliados desde Caracas, ordena en el momento culminante de la música la ejecución indiscriminada de aquéllos sospechosos de desafección.

Sigue Bobes implacable por Oriente y vuelve a tomar contacto con el enemigo en El Salado, donde nuevamente los pone en fuga. Una vez que se reúne con las fuerzas de Morales en la localidad de Urica, no tiene otra intención que dar un descanso a sus tropas y concedérselo a sí mismo. Reorganiza sus regimientos, surte a los hombres de víveres y dota a la infantería de municiones y pertrechos. Y por una vez, observa los movimientos enemigos impávido y a la espera del primer movimiento, que desea lleven a cabo ellos. Tiene concentrados con él siete mil efectivos, compuestos por aguerridos y veteranos combatientes, llenos de soberbia por las victorias y deseosos de acabar definitivamente la «guerra a muerte». Ribas, el republicano que comandaba la fuerza, es partidario de llegarse a Urica y buscar cuanto antes la contienda. Cuenta para ello con la caballería oriental y la del alto llano, consideradas tan belicosas como las que lleva Bobes, pertenecientes al los llanos bajos.

Urica, donde iba a librarse el duelo final, es una villa situada en una planicie limitada al norte por el río Amana, al este por una ciénaga que vierte sus aguas en este río y al sur por unas lomas que dominan el terreno, mientras al oeste se extiende una sabana poblada de chaparrales, siendo la entrada un camino que cuenta con un puente construido sobre terreno pantanoso. Avistados los dos ejércitos en la planicie, se miran durante un tiempo con encono y furia, mientras los republicanos disponen sus líneas como es costumbre en ellos. Los batallones de infantería en el centro, a lo largo de la línea su artillería, y en la retaguardia, la caballería de apoyo. Bobes, que desdeña esta estrategia, ordena desplegarse a su infantería en dos líneas paralelas, apoyadas en sus alas por su potente caballería.

El plan del general Ribas era sencillo, abrir brecha en la caballería llanera partiendo el ejército de Bobes. Cargan los insurgentes con sus «rompelíneas» sobre el regimiento «Tiznados», que precisamente manda Bobes, y chocan en un formidable encuentro donde ninguno escatima esfuerzos y ferocidad. Las lanzas zigzaguean en el aire, los sables de los oficiales parten los astiles y las cabezas enemigas, los caballos chocan y pasan o caen al suelo derribando a sus jinetes, y una de las lanzas en el caos de la lucha encuentra el costado del Taita Bobes, hiriéndolo de muerte. Se han escrito muchas versiones de este momento, casi leyenda al día de hoy, pero la más desafortunada es la que asegura que el caudillo asturiano montaba un brioso potro alazán que en el momento del encuentro se alza de manos desequilibrándolo. ¿Es posible que un caudillo avezado como el Taita escogiera una montura casi salvaje para una batalla? Yo, sinceramente, no lo puedo creer. Me inclino por que en el momento del choque los llaneros de Bobes en formación apretada intentaron evitar que disgregaran sus filas, y el Taita, al frente de la primera línea, imposibilitado para maniobrar no pudo evitar la herida mortal en medio del caos del cuerpo a cuerpo.

No se sabe de quién partió el lanzazo mortal, unos dicen que del comandante Zaraza, otros que del soldado Pedro Martínez, ni se sabrá nunca con certeza, pues entre sus hombres nadie advirtió la caída del exánime caudillo hasta un tiempo después. La segunda carga de los independentistas es un desastre total, entran en la zona correspondiente a la ciénaga y se empantanan en ella, para salir y encontrarse con el lugarteniente Morales, que los destroza literalmente. Bobes es retirado de primera línea, todavía vivo, pero gravemente herido de muerte, y es Morales el que ocupa la jefatura de las fuerzas y tiene la satisfacción de ver cómo los suyos logran la victoria definitiva aquel día.

A raíz de la batalla se reunieron los principales jefes y oficiales del ejército llanero. Decididos a seguir la lucha cuando fuera necesario, nombran a Tomás José Morales sucesor y lo invisten con el título ya tan conocido de comandante general del Ejército de Barlovento. Allí se suscribe un acta donde acuerdan llevar la guerra hasta el final, sin dependencia de la capitanía general de Venezuela. Siete capitanes de Bobes que mostraron su disconformidad fueron fusilados de inmediato, y sus cabezas, enviadas a Caracas para que fueran expuestas como escarmiento.

Recogido el cuerpo del ya fallecido jefe indiscutible, se le dio sepultura con todas las honras posibles en el altar mayor de la iglesia de Urica, donde aún reposan sus cenizas. Los llaneros lloraron a su jefe, pero continuaron la «guerra a muerte» durante muchos años, fuera en el bando que fuera. Lo que sí es cierto es que muerto Tomás Bobes perdieron con él al más recio caudillo que mimara la victoria en las guerras venezolanas.

No nos es posible pensar que cualquier ser humano no haya amado alguna vez, y Tomás no iba a ser la excepción. En la ciudad venezolana de Valencia vivió una mulata muy bella y alegre, con quien Bobes había mantenido relaciones. Se llamaba, ¡qué casualidad!, Trinidad Bolívar. No se sabe si su ascendencia española la emparentaba con la familia del caudillo independentista, aunque sí se sabe que era poseedora de una belleza y un físico más que notables. Lo cierto es que fue amante de Bobes y con él tuvo un hijo que se llamó José Trinidad Bolívar, lo que nos da la idea de que no fue reconocido, al menos de un modo oficial. Esta bella mujer fue durante los años de contienda violada y torturada hasta la saciedad por una turba de insurgentes, que vengaban en ella el odio que tenían al caudillo llanero. También la tradición dice que mantuvo otros amores, de los que el más conocido fue el que despertó en él Inés Corrales, con la que parece ser tuvo un hijo póstumo. Lo que sí conocemos es la ironía del destino: la certeza de que Bobes fue padre de un Bolívar.