Con Wagner ocurre lo mismo que con los grandes poemas épicos antiguos», me escribe el doctor Trapero, gran filólogo. «Hubo un genio que puso en orden lo que vivía en una tradición secular, alzando la vista a tiempos sin tiempo y acciones en que dioses y hombres convivían en un espacio que junta el cielo con la tierra y ésta con el submundo, sin límites ni fronteras». Difícil sería decirlo mejor. Con «El ocaso de los dioses» concluyó el primer ciclo festivalero de «El anillo del nibelungo». Thielemann llevó al escenario a todos los miembros de la enorme orquesta y las aclamaciones fueron homéricas. El esfuerzo de poner una vez más en orden esta escritura inmortal, y hacerlo en forma tan perfecta y exaltante, merecía el premio de un público que habla todas las lenguas cultas del planeta. También resultó merecido el abucheo estridente al escenógrafo Tankred Dorst y su equipo de decoradores y figurinistas. Puede haber diferencias de gusto, pero este público sabe bien cuándo le dan rebajas a precio de temporada. Además de los tontos fetiches escénicos con pretensión de guiño inteligente, que irritan más que otra cosa, Dorst convirtió la grandiosa escena coral del segundo acto en una necia opereta a lo barón Orlofsky, llena de fracs, escotes y champán. ¿Una decadente orgía años treinta inspirada en Visconti? «¡Ya quisiera!», exclamó en castizo español mi germánico vecino de asiento.

Lo más homérico de la noche fueron las interpretaciones de Linda Watson como Brunilda y de Hans-Peter König como Hagen. Ella es vocalmente el centro nuclear de la tercera y última jornada de la tetralogía y su voz gigantesca, difícilmente controlable, consiguió sujetarse a la norma cantabile con sostenida intensidad en los momentos expansivos, los angustiosos, los del rencor y la venganza y, finalmente -«Starke, scheide»-, la heróica escena de la inmolación. Conmovedora diosa / mujer que pasa por todos los grados del sufrimiento y los exterioriza en el límite de la vocalidad humana. Watson fue ascendiendo en el camino de la superación y su tercera Brunilda, articulada con un majestuoso hieratismo de gran trágica, fue premiada con salvas frenéticas.

König, voz idónea para Hagen, incorpora el personaje con la siniestra frialdad de un deus ex machina cuya estela de desdichas es tan ineludible como la fatalidad y el destino. Poderosa presencia y sonoridad grande para una exégesis no menos homérica del mal. Desde la escena de la «guardia» hasta los asesinatos de Sigfrido y Gunther, despliega el cantante un código expresivo admirablemente vertebrado en los acentos, el fraseo y la presencia física.

El coro del festival, sobre todo el de voces masculinas -las femeninas tienen pocos compases- vuelve a desempeñar un protagonismo esencial, más allá de su perfección como instrumento y la exacta medida de cada prestación. Ese más allá es la belleza polifónica apoyada en el empaste, la afinación y la confluencia de armónicos.

Stephen Gould volvió a bordar el Sigfrido, en una obra que desplaza el primer plano hacia el personaje femenino. La envidiable salud de la voz, que se produce sin esfuerzo en cualquier registro y tesitura, incluye una diversidad camaleónica que alterna lirismo y heroismo en un marco de cantabilidad siempre atractivo. Me ratifico en que va a ser uno de los primeros Sigfridos de los próximos años si respeta las normas de buen uso de su privilegiado instrumento. Una nota rota y disimulada en medio segundo puede dar a quienes escucharon la transmisión radiofónica la falsa imagen de una voz fallona. Todo lo contrario. Eso le puede pasar a cualquiera que cante con apasionamiento y entrega.

Ralf Lukas y Edith Haller se encargan de los gibichungos Gunther y Gutruna con excelentes condiciones canoras y perfecto dramatismo. Vuelve a brillar el Alberich de Andres Shore, y alcanza un alto nivel la Waltraute de la japonesa Mihoko Fujimura. Las tres nornas y las tres hijas del Rin, de auténtico lujo.

Culminar el primer ciclo de «El anillo» siempre es una fiesta en Bayreuth, y un augurio de magnífico festival. Por eso Christian Thielemann se mostraba tan satisfecho y generoso cuando sacó la orquesta al escenario y desvió hacia a ella las ovaciones de la sala. Todos han hecho un bello, un bravo trabajo. Las lentitudes del director, en las que se recrea como un sibarita y hace recrearse a los cantantes, llevaron el conjunto prólogo-primer acto a una duración de dos horas y cuarto. La sustancia sonora del sinfonismo wagneriano, trascendental en pasajes como el del viaje por el Rin, la transición de la guardia de Hagen a la escena de Brunilda con Waltrauta, la marcha fúnebre, etcétera, fue aún más motivadora, si cabe, en la rara simbiosis con las voces, que el gran Thielemann cuida con celo singular. Toda la representación, seis horas y media contando los dos entreactos, se hizo corta para la audiencia, un punto triste por el hecho mismo de haber acabado la tetralogía.