-¿Es usted José Luis García Martín? He leído su columna sobre la poetisa Concha Lagos. Usted no la conoció, ¿verdad? Yo, sí. Asistí a una de las reuniones en su estudio fotográfico de la Gran Vía, que entonces se llamaba José Antonio, y quedé enamorado de ella. Emilio Miró, que fue su amigo y escribió mucho sobre ella, me recordaba el otro día un capítulo de «Doña Inés», de Azorín, que describe muy bien a aquella triunfal Concha Lagos, alta y rubia, musa y mecenas de todos los poetastros de la capital: «Se inicia en toda la figura una ligerísima declinación. En la cara, fresca todavía, la piel no tiene la tersura de la juventud primera. La mirada y el gesto de la boca hacen, sin embargo, olvidarlo todo. Los ojos y la boca dominan la figura entera». Confesaba treinta y pocos años; tenía más de cincuenta. Se había casado muy joven, y muy joven aún había tenido amantes de renombre, como el pícaro barojiano Andrés Carranque de Ríos o el pintor Anselmo Miguel Nieto, que la retrató desnuda y que se la presentó a Valle-Inclán, que también se enamoró de ella y quiso utilizar su imagen para ilustrar una edición de la Sonata de Primavera. Siempre tenía, entre los noveles a los que promocionaba, un protegido especial. No podía ver a Aleixandre ni Aleixandre podía verla a ella, aunque se trataban con la hipócrita cortesía habitual en aquellos tiempos. Si le caías bien a uno de los dos, tenías tu porvenir literario asegurado. A mi amigo Emilio Miró, entonces un jovencito, le dijo Aleixandre: «¿A ti te gustaría escribir en "Ínsula"?». «¿Y a quién no?», respondió Emilio. Y sin otros méritos que el aval de Aleixandre se convirtió en el crítico oficial de la revista, y por ello en uno de los más influyentes del país. Cuando le echaron de «Ínsula», volvió a la nada. Pero yo, que también escribía entonces, luego lo dejé, no quería ningún favor literario. Yo estaba enamorado de Concha, yo quería ser uno de sus amantes. Luis Jiménez Martos, primero uno de sus protegidos y luego su enemigo mortal, por no sé qué comisión que dejó de pagarle, me dijo que todos se acostaron con ella, todos menos yo. Pero era muy bruto y muy mal hablado y no hay que creerle. La volví a ver, muchos años después, en una lectura poética. Éramos cuatro gatos y ella una anciana sorda y muy coqueta que hablaba a gritos y leía unos versos vacuos, sentimentales, pasados de moda. Me fui antes de terminar, bastante deprimido. Luego supe que todos los que ayudó con tanta generosidad le habían vuelto la espalda, que murió olvidada. Fue una diosa y para mí lo seguirá siendo siempre. Me alegra saber que ahora se vuelve a hablar de ella.

Una amiga, una muy querida amiga, me pasa un artículo del suplemento dominical que está leyendo. En él se clasifican las malas compañías, los amigos perversos de los que conviene alejarse: el intimidador, el distante, el victimista... «Escucha», dice: «Se vale de la crítica para socavar nuestra autoestima. Manipulador nato, trata de obtener el máximo de información para obtener una brecha por la que hacernos sentir inseguros. Censura nuestro modo de trabajar o de vivir en pareja para demostrar jerarquía sobre nosotros». Y añade sonriente. «¿No te reconoces?». «En absoluto, me parece que me sobreestimas. ¡Manipulador nato! Qué más quisiera yo. Torpe aprendiz de brujo, y gracias».

Para que la ciudad te hable es preciso que tú te calles; para que la ciudad te acaricie, no ir a ninguna parte, dejarse llevar por los pies ociosos, los ojos muy abiertos. Esta tarde de cálida primavera en lugar de entrar en el barroco convento de la Merced, con su colorista telón de falsos mármoles, me olvido de mis colegas y del congreso y me adentro solo por las umbrosas callejuelas. En seguida comienzan a resonar en la memoria los versos leídos y releídos -«oh excelso muro, oh torres coronadas»- y, en las placas de las calles, «la letanía armoniosa de los nombres» a que se refirió Pablo García Baena: «Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo, / Plaza de los Aguayos, Piedra Escrita, / Tesoro, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo?». Admiro los monumentos consabidos, la inmensa mezquita y el diminuto San Miguel, con su rosetón gótico y su campanil dieciochesco, y también los otros, de una belleza menos alabada: los eclécticos torreones de la plaza de las Tendillas, las fachadas modernistas de la calle Claudio Marcelo, plazuelas perdidas, conventos derruidos, «palmas de sombra sobre tapias blancas», y en la calle de Santa Clara un súbito portón entre altos muros que me dejó entrever un patio que no era como los otros -macetas, fuente de mármol, fresco silencio-, que no sé por qué me pareció que tenía algo de veneciano: entre la descuidada vegetación, alzaba sus patas un caballo de piedra; al fondo una «loggia» renacentista y en los vanos de los arcos estatuas mutiladas; había también un gato perezoso. La puerta estaba abierta. El gato se acercó a mí, se dejó acariciar, se puso a caminar lentamente hacia el interior del caserón como invitándome a que le siguiera? Pero no le seguí. Volví de nuevo a callejear sin rumbo mientras declinaba la luz de la tarde. Y de pronto, al doblar una esquina, un arco y tras él una fachada iluminada por el sol. «Compás de San Francisco», leí en el rótulo. A un lado de la iglesia, el claustro coloreado y una fuente. Sólo se oía el susurro del agua en aquel rincón sin nadie cuando súbitamente comenzaron a sonar las campanas. Alcé los ojos hacia la espadaña, que parecía recién pintada sobre el azul. No ocurrió nada más, pero fue como si toda la dispersa maravilla de la tarde se reuniera en ese instante, que ya no era del tiempo, sino de la eternidad. Recordé luego, de regreso al hotel, lo que decía Cernuda de los mágicos momentos en que se produce lo que él llama «el acorde»: «La vida se intensifica y, llena de sí misma, toca un punto más allá del cual no llegaría sin romperse».

Ese instante sustraído del tiempo y en el que se divisa la sombra de un goce infinito lo viví yo en Córdoba. Durante una eternidad -que duró escasos minutos- fui uno con el mundo, Dios y yo dejamos de ser dos. Salí de aquella plaza frotándome los ojos, tambaleante, ebrio de paraíso. Todavía, cuando escribo estas líneas, me dura su sabor en los labios.

Después de hablar con un entusiasmo y un cariño verdaderamente conmovedores de sus perros, de «Gino», un diminuto y coqueto «schnauzzer» al que lleva todos los meses a la peluquería, y de «Jitos», un feo chucho callejero, al que recogió cuando murió «Spec», otro «schnauzzer», y al que poco a poco fue enseñando a comportarse («pero todavía, al contrario que "Gino", que siempre está queriendo mimos, no he conseguido que se me acerque»), Ana María Fagundo me dice: «¿Tú no tienes perro?». «Nunca lo he tenido». «¿Y gato?». «Tampoco». «Pero alguien tendrás. ¿Hijos? ¿Mujer? ¿Hombre?». No se puede creer que viva solo, que siempre haya vivido solo y que ni siquiera tenga un perro. Y sigue hablando de los suyos y de cómo, por su causa, cada vez viaja menos. En los hoteles no los quieren, en los aviones los hacen viajar en la bodega?

Y cuando habla se le ilumina la cara y ese amor suyo, como todo amor, nos acaricia a todos, vuelve el mundo un poco más habitable.

Soy un hombre de raras habilidades y múltiples saberes, pero donde verdaderamente no tengo competencia, y cuidado que en ello hay competencia, es en el arte de meter la pata. Se hablaba -cuento en la tertulia- de la posteridad, de los escritores que quedan y no quedan, en fin, de esos temas que a mí me importan tanto. Hay poetas que lo intentan todo para pasar a la historia literaria, hasta inventar una generación. Se reúnen, lanzan un manifiesto, buscan un catedrático tontorrón que los avale. A los veinte años, incluso tiene gracia. Pero cuando se pasa de los sesenta, ya resulta un poco más ridículo. Es lo que ocurrió con Jesús Hilario Tundidor, Antonio Hernández y otros poetastros, cansados de que siempre se hablara de Valente y de Brines, de Ángel González y Gil de Biedma y no de ellos. «Eso es porque no tenemos generación -pensaron-, pues vamos a inventarnos una». Y se buscaron una catedrática despistada, de esas que no entienden mucho de literatura contemporánea? Y yo sigo disparatando, entusiasmado con la historia, sin darme cuenta de que, muy cerca, me miran unos ojos cada vez más burlones. Sonríe cuando nota por mi cara de susto que acabo de caer en la cuenta: «Sí, yo soy esa catedrática tontorrona y despistada que ayudó a fundar la generación del 60», me dice Pilar Palomo y, sin darle ninguna importancia a mi metedura de pata, se pone a contar divertidas anécdotas de aquellos encuentros de marginados borrachines, primero en Zamora, luego en Melilla, de donde era Miguel Fernández, otro de los inventores de la generación.

«A ti lo que te ocurre -me dice Ana María Fagundo- es que estás obsesionado con pasar a la historia, cualquier día te inventas una generación, como esos poetas de los que te ríes. El problema es que nos morimos, y nos morimos para siempre, y no hay vuelta de hoja».

A mí, como le gustaba repetir a Ángel González, no me asusta lo que hay después de la muerte, sino lo que hay antes. El desvalimiento, la decrepitud. Me aterra la muerte de la gente que quiero, no la mía. De la mía sólo me preocupa causar dolor a la gente que me quiere. Yo no soy como Unamuno, no sueño con la eternidad. Qué pereza. En la nada, donde nada te molesta, se está mejor que en ningún paraíso.

El ingenio andaluz le puso el adecuado corolario a mis palabras. «Es lo que repetía aquel cura amigo mío. Lo malo no es morirse, sino el mal rato que se pasa antes», dice uno. Y Blas Sánchez, coordinador del encuentro sobre Concha Lagos, añade: «O las últimas palabras de Manolete. Ya sabéis cuáles fueron, ¿no? ¡ Qué disgusto que se va a llevar mi madre!».

Hojeo Vida de perros, una antología de poemas perrunos coordinada por Diego Marín, y en ella me encuentro con unos versos de Ana María Fagundo: «Yo les explico a Gino y a Spec el milagro del tiempo. / Ellos me miran con sus ojos atentos / y sus húmedas lenguas rosadas y jadeantes. / Me miran / y cantan, / quiero decir, / ladran».

Como perro sin amo que yerra por los caminos, sin camino, solo, así voy yo. Y de vez en cuando ladro, quiero decir, canto. Para espantar el miedo.