Me gustan los poemas paseables. Hoy me encuentro con uno que comienza, tras haber tomado el sol en la isla Tiberina, frente a Santa María del Transtevere, camino de San Pietro in Montorio. El cielo ha ido cubriéndose. Mientras ascendemos por un camino entre árboles, comienzan a caer gruesas gotas. Cuando aparece la iglesia en lo alto, la lluvia se hace torrencial. Relampaguea. Corremos hacia la puerta del patio y de pronto nos encontramos frente al templete de Bramante. Llueve a cántaros sobre la piedra y el oro, las columnas toscanas, el escudo de Carlos V, las paredes color salmón de la Academia Española? Tomo notas arrinconado en el claustro de entrada. Hasta mí llegan las salpicaduras de la lluvia. Dibujo los círculos, las molduras y los órdenes que hace siglos dibujó Bramante. Abajo, en torno a la colina del Gianicolo, Roma se borra bajo la lluvia.

Este paseo es la primera de las elegías romanas de Gaspar Jaén, un arquitecto alicantino que también escribe versos. En la segunda, desde su habitación del hotel, mientras las sombras llenan poco a poco la plaza de la Exedra, contempla los altos arcos de las termas de Diocleciano, donde Miguel Ángel hizo, con unas cuantas ruinas, la basílica de la Virgen de los Ángeles. Junto a ella, de noche, los hombres buscan hombres que están ocultos, escondidos entre los árboles o entre los autobuses de la estación cercana. Disfrazada de desmedrado adolescente, allí la muerte le hizo a Pier Paolo Pasolini un gesto de bienvenida y se lo llevó con él hasta las soledades de la playa de Ostia.

Me gustan los poemas por los que se puede caminar, los que abren una puerta al desván de la memoria. Muchas veces pasé por delante de ese hotel del que habla el poeta arquitecto, un hotel de lujo que lleva el nombre de la plaza y en el que no me alojé nunca. En Jumper, la disparatada película de Doug Liman sobre un adolescente que puede transportarse a cualquier lugar que imagine, el protagonista, cuando viene con su novia a Roma, se aloja en el hotel Exedra. Desde las ventanas de la habitación contemplan la plaza, con su fantasiosa fuente central, las termas, la pasoliniana estación de autobuses, frente a Términi? En los bajos del hotel, hay un penumbroso local que lleva el viscontiano nombre de Tadzio y a dos pasos, bajo los mismos arcos aparatosamente decimonónicos, un barullento McDonald's. Algunas veces cené allí, solo, ya muy avanzada la fría noche, cansado de vanas y arriesgadas aventuras cinegéticas.

Siempre he preferido las vísperas a las fiestas. «Vísperas del gozo» tituló Pedro Salinas uno de sus libros. Y ése es el gozo que yo prefiero: el que se anuncia, el que está a punto de llegar, el que quizá no llegue nunca.

Cuando era joven, no me dejaba vivir la impaciencia. Ahora me he tranquilizado y disfruto, sobre todo, de los preparativos, de los lentos minutos cargados de sentido, de las demoras del viaje a Ítaca, preferibles a cualquier Ítaca.

Ninguna prisa tengo de que llegue la noche. El viaje a Avilés, con el viejo y siempre recién nacido paisaje de costumbre deslizándose amable tras la ventanilla del tren. Los periódicos en el bullicio diminuto de El Atrio. El paseo hasta la biblioteca, en el parque. Los minutos pasan sin prisa, me dan la mano y yo disfruto con cada uno.

La cita es a las nueve y media. Mis ideas sobre cualquier posible paraíso -como escribió Gil de Biedma y a mí me gusta repetir- me parece que están bastante claras. Lo que más ilusión me hace es comprobar que todavía soy capaz de hacerme ilusiones

Nadie es lo suficientemente sabio si no está dispuesto a perder la cabeza en el momento oportuno. Yo pocas veces he sido tan sabio, pocas veces he perdido la cabeza. Tampoco la voy a perder ahora. Lo sé, me conozco demasiado para esperar otra cosa. Pero disfruto sólo con pensar que pueda ocurrir lo contrario.

También se cansa uno de la monótona, adormecedora felicidad. Hay quien necesita ser atormentado para sentirse vivo. Yo no soy de esos. Pero de vez en cuando me gusta asomar la nariz por la esquina en la que silban las balas.

Esta noche comienza una novela. Me froto las manos, saborea cada instante mientras se acerca el momento de abrir sus páginas. De sobra sé que quizá me den con la novela en las narices después del primer capítulo, o quizá ya en el prólogo. No me importa. A mí las novelas me aburren enseguida.

La novela continúa, al menos de momento, pero un caballero, a partir de cierta edad, no habla de ciertas cosas (aunque a mí, ciertamente, no me gusta hablar de otra cosa).

Ya se sabe que todas las historias de amor son ridículas, pero finalmente los únicos que en verdad resultan ridículos son los que nunca han hecho el ridículo en una historia de amor.

«El hombre más fuerte es que está más solo», afirma Ibsen. De esa clase de fortaleza sé yo bastante, pero de vez en cuando, y sin acostumbrarse demasiado, también tiene su encanto un poquito de debilidad.

Estoy lleno de frustraciones. Me habría gustado ser cantante. Ser capaz, como Andreas Scholl, de ponerle voz al asombro de existir. Como no sé cantar, escribo poemas. También me habría gustado ser arquitecto, convertir la abstracta geometría en sólida magia, construir poemas habitables, domesticar la luz.

De noche, antes de dormirme, vuelvo a algunos de mis edificios favoritos. Avanzo hasta el centro del Panteón, me coloco bajo el óculo que, en lo alto de la cúpula, me permite contemplar las estrellas. Hago luego la ronda de las columnas de Sant'Angelo, en Perugia, y desciendo por Broadway, a partir de la calle 14, admirando la ciclópea orfebrería de las fachadas, continúo por el Gijón entre decó y racionalista (Damián Flores refleja ahora algo de su hechizo en la galería Cornión) y más tarde, si el sueño se retrasa, me detengo en un solar estrecho y alargado, casi imposible, de la calle Rivero y trazo los planos de una vivienda inspirada en otra de Víctor Horta, en Bruselas?

Cuántas vocaciones frustradas, cuántos castillos en el aire. Una escena de «21: Black Jack», la película de Robert Luketic que vi este domingo, me hizo sonreír. El protagonista, un joven matemático que trabaja en una tienda de ropas para pagarse los estudios, hace de memoria la cuenta de los diversos artículos que se llevan unos clientes. «Es que se me dan bien los números», se justifica ante su asombro. A mí a veces me suele mirar con el mismo asombro la cajera del supermercado. Tengo la manía de ir sumando mentalmente el precio de los artículos que introduzco en la cesta. «Son trece euros con diecisiete céntimos», dice, y yo se los alargo de inmediato porque, si llevo suelto, ya hace tiempo que tengo en la mano exactamente esa cantidad. En las conferencias o lecturas de poemas que no puedo evitar (soy, por ejemplo, el presentador), me entretengo contando el público, dividiéndolo por el número de integrantes de la mesa, averiguando qué tanto por ciento hay de hombres y de mujeres? También sé los pasos exactos (los he contado) que hay desde mi casa hasta los lugares que frecuento cada día. No sé lo que un psicólogo diría de esto, supongo que nada bueno. Que los autistas suelen tener talento para los números, por ejemplo (todos hemos visto la película de Dusty Hofman). Pero quizá lo único que quiere decir es que yo podría haber sido un buen contable, un aplicado oficinista, como todas las personas rutinarias y sin imaginación.

Me gusta analizarme, ponerme sobre la mesa, ir destornillando, sajando, mirando al trasluz las sanguinolentas vísceras, los metálicos resortes. Me gusta luego volverme a montar, como un viejo reloj, y ver que sigo dando la hora, aunque atrase un poco.

Sé de qué está hecha esta felicidad que no se atreve a decir su nombre. Sé que la magia del amor es sólo un truco de manos de la biología. Puedo adivinar, letra por letra, palabra por palabra, el capítulo final de la novela.

Otro error del que saldré magullado, del que tardaré en recuperarme. Lo sé de sobra, pero, mientras pueda, hago como que no me entero. Silbo, miro para otro lado.

Todo amor es fantasía. Una película que uno proyecta una y otra vez en la cabeza y que luego, con actores improvisados, trata de llevar a la realidad siempre que puede. A mí el último casting creo que me ha salido bastante bien. Ni siquiera hubo que discutir los honorarios. Aceptó a la primera. Ya tengo quien me dé la réplica en el papel, al que no pienso renunciar en ningún caso, de protagonista.

«¿Por qué no escribes un libro de autoayuda?», me dice un amigo, cansado de mis buenos consejos. «No sé si te harías rico, pero con lo que te divierte el tema seguro que lo pasarías muy bien escribiéndolo».

¿Y por qué no? Un libro de consejos para triunfar escrito por alguien que jamás se ha equivocado en nada, salvo en las cosas verdaderamente importantes.

«Estás demasiado satisfecho de ti mismo», me dice otro amigo, cansado de mi falsa modestia habitual.

No, no estoy satisfecho de mí mismo, pero sí conforme con lo que soy. ¡Qué remedio! A partir de cierta edad, resulta bastante difícil cambiar. Y además, en lo que de mí depende, el que soy se parece bastante al que quiero ser.

«¡Con qué poco te conformas! Deberías haber sido un poco más ambicioso».

Más ambicioso, y quizás otra cosa: cantante, arquitecto, matemático. Pero es más cómodo dejarse llevar, aceptar lo que viene. He aprendido a mirar con indulgencia las limitaciones propias y a encogerme de hombros ante lo que no tiene remedio.

-Lo que tú eres es un egoísta sin remedio.

-Cierto. Soy la persona más egoísta del mundo. Sólo me preocupo de mí mismo y de la gente que quiero.

-Sí, y para evitarte problemas has procurado no querer a nadie.

-Lo he procurado, pero no lo he conseguido. Nadie es perfecto. Ni siquiera yo.