Oviedo, Pablo ÁLVAREZ

A Carlos López Otín (Sabiñánigo, Huesca, 1958) se le asocia principalmente con la investigación sobre el cáncer. Sin embargo, el catedrático de Biología Molecular de la Universidad de Oviedo y su grupo han firmado, en los últimos años, contribuciones del máximo nivel acerca del envejecimiento (y su relación con el cáncer) y la evolución de la especie humana. Esta última faceta es la de mayor actualidad tras la publicación, el pasado jueves, del genoma del ornitorrinco, un trabajo en el que han colaborado una treintena de laboratorios de todo el mundo y que ha sido publicado en la prestigiosa revista «Nature».

En las líneas que siguen, Otín explica el argumento de fondo de sus investigaciones: una suerte de mecano en el que, a medida que se avanza en la construcción, se echa mano de nuevas piezas necesarias para ensamblar -y explicar- el conjunto de eso que se llama «vida».

l ¿Cómo empezó todo? «Nosotros, como muchos otros, pensamos que las claves para entender la vida y la enfermedad humanas están escritas en los genes y en la forma en que el genoma (conjunto de todos los genes) dialoga con el entorno. Lo primero era conocer el genoma. En 2001 se secuenció el genoma humano. Proporcionó algunas claves, pero sobre todo proporcionó sorpresas: muy pocos genes, muchas secuencias repetidas? Quedó claro que había que hacer algo más para entender la vida y la enfermedad».

l Un paso más. «El siguiente paso fue estudiar el genoma de los organismos que más se utilizan en el laboratorio: el ratón y la rata. Son modelos de enfermedad, como la mosca lo es del desarrollo. En 2003 se publicó el genoma del ratón, y en 2004 el de la rata. Se confirmó que tenían funciones comunes con los humanos, lo cual avalaba su utilidad como modelos. Pero también se vieron algunas diferencias importantes, sobre todo en el sistema inmunológico, las funciones reproductivas, los sentidos...».

l Entonces, ¿qué es lo específico de los humanos? «La respuesta exigía ir al organismo más próximo, el chimpancé. El siguiente gran esfuerzo fue secuenciar el genoma del chimpancé. La respuesta fue fascinante: 99 por ciento de genes idénticos».

l Un chimpancé no secuencia genomas. «¿Era suficiente lo que sabíamos? Claramente insuficiente, porque es evidente que, pese a ese 99 por ciento de identidades, somos distintos. Nosotros secuenciamos nuestro genoma y el suyo, y ellos siguen viendo cómo pasa la vida».

l Al otro extremo. «El siguiente paso nos llevaba al otro extremo: dentro del mismo nicho evolutivo, el de los mamíferos, que es lo que somos, el extremo más alejado del hombre, que es el ornitorrinco. Un animal asombroso por fuera, que es lo que reclamó la atención de los naturalistas, que lo trajeron a Europa y se pensó que era una falsificación. Por dentro, se suponía que guardaba secretos decisivos de la evolución. La sorpresa ha sido notable: un 82 por ciento de identidades genéticas con el hombre. Y es que bajo formas tan dispares se esconden funciones absolutamente comunes».

l Noé y sus pasajeros. «Probablemente el genoma del ornitorrinco sea el último de los pilares necesarios para sujetar los andamios del conocimiento evolutivo. Para sujetar los andamios, no para completar el conocimiento. Luego hay que poner todos los demás ladrillos, lo que yo llamo "los pasajeros del arca de Noé"».

l ¿Y ahora qué? «Habrá que seguir colocando ladrillos. No se esperan grandes sorpresas, sino consolidar este conocimiento. El estudio del genoma del Neandertal al que contribuye el profesor Fortea será otra pieza importante».

l La fragilidad de la vida. «Cuando se comparan genomas, se observa que construir la vida es muy complicado: exige que todos los genes aporten. En cambio, destruirla es muy fácil: basta con alterar uno o unos pocos genes».

l ¿Es suficiente lo que sabemos? «No. Pese a que tenemos genes y piezas moleculares semejantes a las de los animales estudiados, está claro que tenemos formas muy diferentes de afrontar la aventura molecular de cada día. Y esto se debe, supuestamente, a que los humanos tenemos más capacidad de enriquecer los mensajes que llevamos escritos en nuestro genoma, de regular esta información de una forma más rica, generando diversidad continuamente. Se pensaba que cada gen codificaba una proteína. Hoy, vaticino que nuestros 20.000 genes codificantes sintetizan en torno a un millón de proteínas».

l ¿Cuántas capas más tiene la «cebolla» de la vida? «La siguiente capa que hay que desvelar es la biología de sistemas. La vida es una propiedad emergente: el todo no puede explicarse por la suma de los componentes. Hace falta una dimensión adicional, que no la proporciona exclusivamente la biología, sino también la física, las matemáticas, la ingeniería...».

l ¿Qué hay de común entre las diversas investigaciones de Otín? «Seguimos una estrategia muy fácil de entender: tratamos de explicar la vida y la enfermedad a través de estudios moleculares. En su día, empezamos con el abordaje de los mecanismos de progresión del cáncer. Para eso estudiamos una pequeña parte de las proteínas de una célula tumoral: las proteasas. Se pensaba que existirían unas pocas y, sin embargo, sólo nuestro grupo ha identificado más de 60. Esto nos hizo pensar que cualquier estudio sobre el cáncer requería un análisis mucho más profundo de todo. Y nos llevó a estudiar la evolución humana, el genoma humano global, y en particular el degradoma: la parte del genoma que construye proteasas, codificadas por más de 600 genes, muchísimos más de los que se pensaba. Nuestro inesperado hallazgo de que una mutación en una sola de estas proteasas generaba un proceso de envejecimiento acelerado nos llevó a realizar estudios sobre esta cuestión, los cuales a su vez nos han permitido encontrar nuevas conexiones moleculares entre el envejecimiento y el cáncer. Nuestro laboratorio tiene ahora tres pilares: evolución, envejecimiento y cáncer, conectados por un conjunto de proteínas que constituyen el "degradoma", un concepto que acuñamos para dar dimensiones y concreción a este mundo molecular aparentemente abstracto, pero que esconde los secretos de nuestra propia vida».