Gijón, J. C. GEA

«Yo no podía morirme sin trabajar la tierra». Son las primeras palabras, en principio inesperadas y desconcertantes, que salen de la boca de Humberto (Malleza, Salas, 1949) ante la obra que, desde ayer, cuelga en la galería Gema Llamazares. Pero no hay enigma en una segunda mirada. Porque es la tierra -y un aprendizaje profundo en contacto íntimo con la tierra- la fuente vital y temática de la que han brotado la treintena de cuadros que vienen a continuar, al cabo de dos años de trabajo, el expuesto en 2006 en la galería Fruela de Madrid bajo el expresivo título latino «Terrae». En aquel caso Humberto se expresaba en un tono más pastoral, pletórico de color y vitalidad, a propósito de su experiencia en un pequeño huerto o jardín «casi secreto» oculto en el suburbio industrial de Gijón; un pequeño paraíso (o infierno) donde, durante cinco años, experimentó directamente las alegrías y los sinsabores del jardinero, del huertano o del mero observador atento de los prodigios y tragedias de un microcosmos natural. Ahora, en «Palabras y silencios», trascendiendo esa primera piel de la naturaleza, el artista encuentra en ella una conclusión mucho más honda: la de que, detrás de ese ciclo de crecimiento, descomposición y regeneración, «todo es silencio, muerte y nada».

«Es que el aprendizaje en contacto con la tierra te lleva tanto a las cosas más hermosas como a las más terribles, a un tremendo aprendizaje del dolor y del modo en que las cosas se deterioran, y luego se reciclan y se regeneran, se transforman de nuevo en algo como la basura y el estiércol», comenta Humberto.

Semejantes conclusiones resuenan con los ecos tanto de la metafísica del Barroco como del espíritu zen, y se plasman en su nueva obra mediante un despliegue de técnicas mixtas y una personal derivación conceptual del viejo arte de la grisalla, técnica que se apoya en sutiles modulaciones monocromáticas para producir una ilusión escultórica de relieve. En este caso no hay, en puridad, relieve, pero sí una ilusión de vida conseguida con una paleta tan limitada como la de la grisalla: una estricta reducción al gris -matizada en ocasiones con suaves vibraciones de color, más en las obras que conectan con el anterior cromatismo de «Terrae»- ofrece al pintor todo el abanico de tonos que necesita para expresar pictóricamente su visión del silencio final, la nada en la que, según su experiencia de la naturaleza incluso en un mundo a escala, todo se resuelve. A partir de esa restricción, Humberto pinta «de la manera más sentida, sin ningún gesto gratuito» aplicando la economía zen, en la que «la pintura es la prolongación de la idea en la mano» y al mismo tiempo una sutil riqueza de contrastes que, casi paradójicamente respecto a lo anterior, describe como una «aproximación al Neobarroco». Ese «neobarroquismo» se vislumbra por ejemplo en un medido juego entre la luz y sombra -como en la grisalla- y entre distintas texturas y densidades de la pintura.

Toda esa reserva de recursos se aplica a la creación de unos paisajes quintaesenciados a través de la experiencia propia y el sentimiento en los que conviven -como en el mismo «hortus conclusus» de Humberto en Gijón- plantas y otros seres vivos, rastros de la actividad humana, construcciones y aperos que, en su estilización y su quietud, sugieren paisajes tratados con el espíritu del bodegón, aunque no se trate de naturalezas muertas, sino todo lo contrario: naturalezas muy vivas, por mucho que apunten a la muerte en última instancia. Y en ningún caso admite Humberto que haya abstracción en estos paisajes, a la vez reales, mentales y metafísicos.

«A primera vista, son obras adscribibles a la abstracción, pero nada más lejos de la realidad. Son expresiones naturalistas, referentes del entorno, exprimidas y despojadas en las que los humedales, los surcos arados, la vegetación y los aperos, las construcciones humanas y los celajes se superponen y conviven configurando el espacio plástico, en una lucha de gestos y símbolos», ha escrito Humberto sobre una obra en la que el paisaje «se lleva al terreno de lo indeterminado, de la memoria y del recuerdo»

Su ejercicio de reducción y de espiritualización del paisaje milita además contra la pintura entendida como «ejercicio gratuito, de mera aplicación de recetas, de la cocina de taller, sin sentimiento ni ideas detrás», y contra todo lo que, simbólicamente, queda fuera del reducto del huerto -real y pintado- de Humberto. En su obra de «Palabras y silencios» ha querido demostrar «una presencia de lo espiritual» que se opone «a la inmensa banalidad en la que estamos inmersos».