Pobre de mí, pobre de mí, que no aguanto las fiestas de San Fermín. Y como cada año la tele me mete los encierros en casa. A las ocho de la mañana, para empezar el día con energía. A esa hora que los niños saben que la tele está repleta de dibujos animados. Un par de cuernos seguido de media tonelada de carne desconcertada empitonando lo que pilla. Qué emocionante. Los comentaristas encumbran la figura del «corredor experimentado» (aquél que se juega la vida con la sabiduría que da haberse jugado la vida como corredor novato). Desfile de consejos para saber cómo debe comportarse de forma sensata quien comete la insensatez de correr un encierro. Es que los hay tan tontos que no saben jugarse la vida sin correr peligro innecesarios. Empitonamientos y cogidas en cada encierro, y, de vez en cuando, la muerte en directo. Sangre fresca con ColaCao. La glorificación del riesgo. Y lo reconfortante que es achacar los resultados indeseados a la mala suerte.

En «La noria» discuten si se deben tomar medidas en los encierros. Restringir el número de corredores, hacer controles de alcoholemia o colocar, como propone Pedro J. Ramírez, una pancarta en la calle Estafeta que imite los mensajes de las cajetillas: «Los toros matan. Corra con precaución» (un error: no se puede correr con precaución, igual que no se puede fumar con precaución. Un incauto precavido es a la vida lo que un círculo cuadrado es a la geometría). No aguanto el debate. Sánchez Dragó y Belén Esteban me suben la bilirrubina. Antes de apagar hago mi propuesta: que quiten los toros. No lo harán, pobre de mí, las tabaqueras saben que el tabaco sin nicotina no es negocio.

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