El último dictador de Europa se despidió algo aparatosamente en la Navidad de 1989: el próximo día 25 se cumplirán dos décadas de aquello. Nicolae Ceaucescu, de 71 años, y su mujer y mano derecha, Elena, de 70, fueron pasados por las armas en Târgoviste, la vieja capital del voivodato de Valaquia, acusados de genocidio, demolición del Estado y el pueblo, destrucción de bienes materiales, espirituales y de la economía nacional y evasión de mil millones de dólares hacia bancos extranjeros.

Las imágenes del sumarísimo como de los cadáveres, un crudo ajuste de cuentas sin garantías judiciales, fueron distribuidas por la televisión rumana y quienes tuvimos la oportunidad de verlas en las horas que siguieron a la noche más entrañable del año probablemente nunca las olvidaremos. El «glorioso Conducator» y «la sabia de renombre mundial», autora de Investigación en la química y la tecnología de los polímeros, yacían como dos guiñapos junto al paredón donde habían sido fusilados: un primer plano ofrecía el rostro del tirano muerto, con los ojos abiertos, un corbata roja anudada al cuello y un pañuelo de seda de lunares.

Centenares de rumanos se manifestaban en Bucarest para que les fuera mostrada la ejecución de los dos principales actores de una larga etapa de 24 años, en la que la población había sido oprimida, explotada y matada de hambre por la dictadura más feroz que sufrió Europa desde los tiempos de Stalin. Solamente en los combates registrados desde el inicio de la revuelta popular en Timisoara que acabó con aquella pesadilla, la represión se había cobrado entre 60.000 y 80.000 víctimas, según el Frente de Salvación Nacional, erigido en Gobierno de facto. No es de extrañar que los rumanos quisiesen tener la certeza más absoluta de que los monstruos habían sido aniquilados.

El déspota, buscando la exaltación personal, se había empeñado en cultivar el gusto por los montajes escénicos y eso fue precisamente lo que precipitó su caída. Dos días antes de ser ejecutado y en medio de las matanzas de la Securitate, una policía secreta armada hasta los dientes, se le ocurrió, como en sus mejores tiempos, recabar el apoyo de las víctimas convocando un mitin multitudinario. Los que antes le habían ensalzado como el héroe del pueblo clamaban contra él por asesino. Las imágenes retransmitidas por televisión mostraron el rostro de Ceaucescu desencajado y dieron la vuelta al mundo. Estaba muy lejos de ser lo mismo que en 1968 cuando se había dirigido al pueblo para condenar la invasión soviética de Checoslovaquia.

En las horas siguientes a su última aparición en público, cuando ya todo parecía desbordado, el Conducator y Elena huyeron de Bucarest en un helicóptero, mientras uno de sus ayudantes amenazaba al piloto con una pistola. La idea de refugiarse en una base de la Securitate con el fin de capear el temporal no llegó a cristalizar, porque el hombre que conducía el aparato fingió un fallo mecánico y forzó el aterrizaje. Los militares de un puesto de control cercano al aeropuerto oficial detuvieron a «la pareja intocable» que posteriormente logró escapar antes de volver a ser capturados definitivamente. Cuando comparecieron ante el sumarísimo que los condenó a muerte eran dos seres extenuados y ofendidos por el trato que estaban recibiendo del pueblo al que, según ellos, conducían hacia el mejor de los destinos.

Ese futuro de progreso había consistido, por ejemplo, en la destrucción del centro histórico de Bucarest para levantar el faraónico palacio presidencial, el segundo edificio más gran del mundo; en impedir el uso de los anticonceptivos - «la procreación es el más excelso de los de los deberes patrióticos»- o en matar al pueblo de hambre después de haber ordenado exportar la mayor parte de la producción agrícola para hacer frente a la onerosa deuda exterior contraída a causa de la acelerada industrialización en la década de los setenta. Ello trajo una fuerte escasez de energía y de comida que obligó a los rumanos a la lucha diaria por la supervivencia: esa épica de la vida cotidiana que tan bien describió Gabriela Adamesteanu en su novela Una mañana perdida.

El crivat es el viento gélido que atenaza Bucarest. Procede de Rusia, como casi todo lo malo para los rumanos. El crivat, según está extendido, tiene dientes y asesta unos mordiscos desgarradores que en los inviernos se sumaban a otras penurias y necesidades de la población, entre ellas la falta de comida. Cuando Ceaucescu, circulaba un chiste muy popular que reflejaba el humor trágico de un pueblo: «Si hubiese algo más de comer estaríamos como en la guerra». Recuerdo de aquella ciudad, los perros vagando por las calles, los tranvías solitarios y los conserjes malhumorados de los hoteles. Pero, sobre todo, la penuria en el rostro de los bucarestinos. Ahora que vuelvo a ver la imagen del Conducator convertido en un guiñapo junto al paredón, no puedo dejar de acordarme de aquellas caras tristes y de los perros a orillas del río Dâmbovita.