Te hablaré todos los días, susurró. Y no me olvidaré. Pase lo que pase.

La carretera

Lejos de arrugarse ante el reto de poner imagen a una de las novelas más aclamadas de los últimos tiempos, el director de The road asume la responsabilidad desde la devoción por el texto y la convicción de que edulcorarlo o suavizarlo sería cometer una traición imperdonable. Y, salvo en un ligerísimo toque de esperanza muy al final o la irrupción de unos flashbacks con Charlize Theron prescindibles (la calidez dorada de la fotografía en algunos tiene algo de bálsamo pronto caducado, salvo cierta escena que encoge el ánimo), la película lleva hasta las últimas consecuencias la propuesta literaria: diálogos secos como pedradas, atmósfera de enfermiza desolación, ausencia de una trama atornillada que oriente al espectador, escenas que, pese a su brutalidad a menudo (apoca) elíptica, no impiden que un padre y un hijo desarrollen una emocionante historia de amor entre ruinas.

Un peregrinaje sin búsqueda, una huida sin horizonte, un aprendizaje sin elecciones. El mundo se ha ido al garete, señoras y señores, bienvenidos al infierno que nos acecha. No importa cuándo ni cómo ni por qué. El caso es que los ríos están muertos, los árboles se caen solos, las ciudades son cementerios y el fuego llena el aire de cenizas y dementes. A eso huele la novela, a eso apesta la película: a muerte, odio, desesperación, miedo, furia. A crueldad. Sálvese quien pueda. Un mundo donde se come carne humana y no hay más objetivo que llegar al minuto siguiente con vida. Cueste lo que cueste. Los héroes están muertos, no hay consuelo ni en las playas bañadas por el adiós. Pero entre tanta miseria, entre tanto hedor, entre tanta herida gangrenada hay sitio aún para el amor, en este caso el que siente un padre por su hijo y un hijo por su padre. Amor que no admite la claudicación, como queda de manifiesto en la conmovedora (sin un sólo jirón de sentimentalismo) escena final. Áspera sin contemplaciones, pausada sin estridencias y comprensiva sin mansedumbre, The road (precedida por un engañoso tráiler que atraerá a algunos espectadores pensando en Mad Max) no da tregua en su empeño por empujar a quien la ve a una permanente sensación de desasosiego, tenebroso por momentos con su amortajada estética de podredumbre y devastación.

P.D. Todos los años hay que buscar una gran damnificada cuando se acercan los «Oscar», y esta vez le toca a The road: que el trabajo magistral de Mortensen y el niño Kodi Smit-McPhee o la insuperable fotografía de Javier Aguirresarobe hayan sido olvidados es, cuando menos, digno de pateo.

La adaptación de «Push», novela de la afroamericana Sapphire, tuvo que suponer un quebradero de cabeza al director Lee Daniels (su notable primera película, «Shadowboxer», con Cuba Gooding Jr. y Helen Mirren, pasó desapercibida). Fíjense en el laberinto: la historia de una adolescente obesa, pobre y analfabeta, que, tras ser violada por su padre, afronta las dificultades de un embarazo ante la impasividad de su madre. Aunque haya momentos insalvables (una discusión violenta que termina con Precious en la calle), el filme apuesta por una fórmula para sortear la lagrima fácil. La combinación de cruda realidad con onirismo amable (muy oportuna la mímesis con el neorrealismo italiano), la separa del terrible «blaxploitation» de superación que copaba las salas del Bronx en los setenta (como nota al pie, «Cornbread, Earl y yo», de Joseph Manduke, 1975, sería el paradigma).

De todos modos, la habilidad del realizador no puede evitar que la acumulación de traumas y desgracias y dramas y traumas? desestabilice esa mínima suspensión de la verosimilitud exigible al entrar en un cine y «Precious» nos retrotraiga a experiencias incoherentes como «El color púrpura» (Steven Spielberg, 1985) o «Beloved» (Jonathan Demme, 1998). No se trata de los espléndidos trabajos de Mo'Nique, la debutante Gabourey Sidibe o Mariah Carey, sino que, como decía Woody Allen acerca de la efectividad de la comedia, «hay que doblarla, no romperla». Lee Daniels, en el centro del desarrollo, rompe la efectividad del drama con su recurrente bicromía, con su uso amontonado de tragedias. Ya en el tramo final, las aristas y las contradicciones del soberbio monologo de Mo'Nique intentan reconciliarnos con lo visto, pero he aquí el verdadero drama, llegan demasiado tarde.