Las crónicas cristianas posteriores, así como las musulmanas, tendieron a magnificar la batalla de Covadonga como un importante hecho de armas decantado a favor de Pelayo y sus seguidores, de donde arrancarían los comienzos de la recuperación de España; esto es, el inicio del largo proceso secular de la Reconquista.

Sería la Salus Hispaniae.

Ahora bien, es dudoso que el combate de Covadonga pasara de ser algo más que una escaramuza entre algunos centenares de seguidores de Pelayo (algunos nobles visigodos y algunos cientos de auxiliares astures), teniendo frente a sí a la expedición militar musulmana mandada por Munuza, que tampoco sería muy importante.

De igual modo hay que considerar que los contendientes no tuvieron, en su momento, conciencia plena de lo que allí había sucedido. Pelayo y sus seguidores pudieron respirar del acoso a que estaban sometidos al ver cómo se retiraban derrotadas las huestes musulmanas, lo que permitiría a Pelayo poner su minúscula Corte en Cangas de Onís y empezar a construir un pequeño Estado que sus sucesores irían agrandando. Pero al cabo de cierto tiempo, cuando el nuevo reino fuera consolidándose, sí que sus protagonistas tendrían ya conciencia de que eran la frontera de la cristiandad frente al enemigo musulmán. Ya el mismo hecho de que en tiempos de Alfonso II el Casto (791-842) se hablase de que había aparecido la tumba del apóstol Santiago en el corazón de Galicia, así como las relaciones con el poderoso monarca franco Carlomagno, señala claramente una toma de conciencia muy marcada: el nuevo reino asturiano afirma su condición cristiana y europea frente al enemigo musulmán. Tal concepción no será muy radical; con frecuencia veremos pactos de grandes personajes con otros musulmanes, incluso alianzas matrimoniales, pero con algunas interrupciones y, si se quiere, con algunos vaivenes la línea general histórica estaba ya marcada: la lucha de la Reconquista, hasta conseguir la total sumisión de la España musulmana a la España cristiana.

El reinado o principado de Pelayo no fue muy largo: dieciocho años. Pero el nuevo Estado astur tuvo la fortuna de que a Pelayo le sucediera (por el sistema electivo, conforme a la antigua tradición visigoda) su yerno Alfonso, duque de Cantabria. Astures y cántabros formarían ya el núcleo del nuevo reino. ¿Es entonces cuando empieza a hablarse de las dos Asturias? Por una parte, la que pronto sería la Asturias de Oviedo, y por la otra, la Asturias de Santillana.

Alfonso I (739-756) tuvo la fortuna, además, de que su reinado coincidiera con una fuerte crisis del emirato dependiente, con la ya indicada rebelión de los bereberes frente a la aristocracia árabe que gobernaba en Córdoba; rebelión que produjo la marcha de los bereberes de sus asentamientos en Galicia y en el valle del Duero, deseosos ellos también de vivir en la ubérrima y opulenta Andalucía, cuyo clima recordaba también sus lugares de origen. Ese cambio permitió a Alfonso I una fácil expansión hacia Occidente, con incorporación de Galicia, mientras que en «razzias» afortunadas convertía a las tierras del Duero de la Meseta superior en un desierto estratégico que pusiera el reino astur más a resguardo de las incursiones musulmanas. Ocurrió lo que la Crónica Albeldense recogería con el término que ya hemos señalado: «Yermó los llamados Campos Góticos». Alfonso I llegó en sus correrías hasta Oporto por Occidente, hasta Álava por Oriente y hasta el río Duero por el Sur. Correrías que le reportaron riquezas, por el botín conseguido, pero también otra riqueza mayor que era el mismo hombre: los mozárabes de aquellos dominios musulmanes que volvían con las tropas cristianas para incrementar la población del nuevo reino astur, que pronto pasaría a tener su centro político más en el corazón de Asturias, llevando la Corte de Cangas de Onís a Pravia.

Decisivo sería el reinado de Alfonso II el Casto, que durante medio siglo gobernaría con acierto y eficacia la Monarquía asturiana. Ya para entonces había surgido una pequeña villa a las faldas del monte Naranco a la que le pondría por nombre Oviedo. Ese había sido el lugar del nacimiento del nuevo rey y, acaso por eso, y también sin duda por sus mejores condiciones naturales, el hecho es que Alfonso II convertiría a Oviedo en la capital de su reino y así permanecería hasta que dos siglos más tarde, y como fruto de la expansión del reino astur, Ordoño II pasara la Corte a León, ya entrado el siglo X.

Alfonso I tuvo que sufrir, a principios de su reinado, dos peligrosas incursiones de las tropas musulmanas, cuando Córdoba ya estaba bajo el mandato del emir independiente Hisham I. Tal ocurrió en los años 794 y795, en que las tropas musulmanas llegaron incluso hasta el mismo Oviedo y lo saquearon.

Ahora bien, aunque Alfonso II no pudo impedir aquel desastre, en cambio tuvo la fortuna de ver cómo el invasor era destrozado en su retirada, acaso en las cercanías de Grado o bien en las de Cangas del Narcea, donde ya hemos señalado que hay unas tierras que llevan el nombre de Llanos de la Matanza. En todo caso, fue un desastre de los invasores musulmanes que llevaría a Córdoba a la conclusión de que Asturias era ya inexpugnable para sus ejércitos, que ya no volverían a franquear la cordillera Cantábrica. Por lo tanto, a partir de esa fecha (fines del siglo VIII), en Asturias se podría vivir en paz, desaparecido ya el riesgo de una incursión del enemigo musulmán. Y eso sería muy importante.

Dos hechos marcarían el reinado de Alfonso II el Casto, dándole particular importancia. Por una parte, la noticia de que habían aparecido en un lugar de Galicia («el campo de las estrellas») los restos del apóstol Santiago. Ya sabemos que la crítica moderna pone en duda su veracidad, pero en todo caso, leyenda o no, lo cierto es que al tomar cuerpo aquel hallazgo y tenerlo por cierto daría a la nueva Monarquía asturiana una preeminencia de notoria importancia en toda Europa; puesto que, salvo el caso de Roma, era la única tierra de la cristiandad que podía vincularse así, de forma directa, con la épica de los apóstoles.

El otro hecho que distinguiría a la Monarquía asturiana o, mejor dicho, al reinado de Alfonso II el Casto sería el de sus relaciones con Carlomagno.

Acontecimiento tan importante que bien merece un capítulo aparte.

De igual modo, y puesto que a finales del siglo VIII y principios del IX es cuando el gran monarca de la cristiandad Carlomagno despliega todo su poderío, se comprende que Alfonso II tanteara una aproximación con el fundador del llamado por su nombre Imperio carolino; una dependencia más simbólica que real, pero que en todo caso provocaría suspicacias en el sector duro del incipiente nacionalismo asturiano, resistencias bien reflejadas en el «Romancero» con la figura legendaria de Bernardo del Carpio. En la «Flor nueva de romances viejos» que recogería Menéndez Pidal, nos encontramos con versiones bastante tardías, eso sí, pero que indudablemente vienen a recoger ese trasfondo de descontento de una parte de la sociedad del nuevo reino asturiano. Particularmente significativo es el «Romance VI» de los dedicados a Bernardo del Carpio, en el que el héroe del «Romancero» lanza esta arenga a los leoneses:

«No consintáis que extranjeros / hoy vengan a sujetaros...».

Pronto las tierras asturianas quedarían libres de toda amenaza musulmana. El reino astur, tras sus defensas naturales de la cordillera Cantábrica, podría vivir en paz. Y, es más, planear desde Oviedo afortunadas expediciones sobre territorio musulmán que le llevarían a puntos tan lejanos como Lisboa (casi a 800 kilómetros), cuyo saqueo en el año 798 sería como la réplica afortunada, el desquite si se quiere, a la destrucción que había sufrido Oviedo cuatro años antes.

Por lo tanto, el reino astur bajo el mandato de Alfonso II el Casto va tomando unas proporciones y una solidez que le hacen ser protagonista de la gran historia de aquella época en la que, al Norte, estaba la Francia cristiana regida por Carlomagno y, al Sur, la Córdoba musulmana bajo el emir independiente Alhakem I (796-822).

Estamos llegando a lo que un historiador tan conocedor de la historia del reino astur como es Eloy Benito Ruano titulará la «plenitud asturiana». Y signo de ello, tanto de la paz que se disfruta en la Corte ovetense como de las riquezas que las afortunadas «razzias» sobre territorio musulmán llevan al reino astur, será la grácil y esbelta imagen del palacio que el sucesor de Alfonso II, Ramiro I (842-850), alza en las faldas del monte Naranco, hermosísimo palacio, aunque de modestas proporciones, que hoy conocemos con el nombre de Santa María del Naranco.

El Rey que viene a culminar este período de grandeza del reino asturiano sería Alfonso III el Magno (866-909), cuyo largo reinado de casi medio siglo marcaría ya la plenitud de un reino que se había engrandecido tanto que desbordaría sus fronteras naturales: por el Oeste llegaría hasta el mar, alcanzando la desembocadura del Duero en Oporto; en el Este hasta las tierras de los vascones, limitando con el nuevo Reino de Navarra, y hasta el Sur, dominando aquella tierra de nadie de la Meseta castellana, por lo menos en su vertiente norte, teniendo como frontera el mismo Duero.