Con los años, Mariano Antolín se ha convertido en el gran escritor de su generación de uno de los mayores temas poéticos de nuestra tradición cultural, el paso del tiempo, que ya aparece en Mimnermo como rabia, resentimiento y humillación, con angustia y pavor, porque al fondo están el envejecimiento y la muerte: «tan terrible dispuso Dios la vejez», clama el antiguo poeta, y lamenta, con desolada tristeza, que «no duren de joven los frutos / más que cuando en la tierra derrámase el sol». La vejez y la muerte son consecuencia del paso del tiempo, cuya percepción se sucede en Horacio, en Omar Kheyyam, en Shakespeare, en Quevedo, hasta, en nuestros días, Yeats y Cavafis. Mariano Antolín, singular novelista desde sus primeros y fascinantes novelas, se suma en las últimas a este gran asunto. De ser un escritor en la juventud abierto a las maravillas del mundo y a las pirotecnias del lenguaje pasa en la madurez a figurar entre los más hondos poetas elegíacos de nuestra época. De esta época que ignora la elegía y la épica, y encima «desprecia cuanto ignora».

Si de algún modo hemos de definir a Mariano Antolín, además de como poeta elegíaco, es como escritor fuera de contexto. Hoy se puede apreciar el inmenso esfuerzo, caído en tierra baldía, de sus novelas de partida, publicadas hace cuarenta años, que como dice el tango, «no son nada», pero ahí están: «Cuando 900 mil mach aprox» en 1973, y «De Vulgari Zyklon B Manifestante», en 1975, explosiones de luminosidad y alegría de crear, en las que los lectores de entonces, preocupados por cambiar el mundo, vieron sobre todo extravagancia. No se apreciaba que abría puertas al campo y que los senderos a los que conducía eran arriesgados. Aquellas novelas tenían sabor de época con envoltorio futurista, y uno de los pocos críticos que entendió la primera, Guillermo Carnero, señaló que es «una historia de amor en un medio hostil» y que «quien quiera hacerse la idea de escribir de Mariano Antolín recuerde las indescriptibles imágenes de "El submarino amarillo"». Todo aquello queda muy lejos y, sin embargo, se mantiene la frescura de su prosa a ráfagas y de sus imágenes como relámpagos, y su humor malicioso y sapiencial: «No hagas preguntas, lo que no sepas no te hará daño».

Lo malo de Mariano Antolín, lo mismo que de otros miembros de su generación, igualmente magníficos y brillantes escritores (en Asturias, José Avello y José Manuel Álvarez Flórez, este último gran escritor en «bajo latín»), fue que en medio de las convulsiones de una época sórdida y más preocupada por la historia que por el mito, no encontraron el país que merecían, ni la industria editorial que merecían ni el mercado que hubiera podido admitirlos. Y no hubo tiempo para crear lectores porque apremiaban otras cosas. Esta generación liquidó el franquismo y, lo que es peor, creó el orden nuevo. Ambas cosas desgastan, sobre todo la segunda. Les sobraban lecturas y les faltaba experiencia. Al cabo, las experiencias resultaron mezquinas y las lecturas se esfumaron en el humo del altar de las ocupaciones públicas. Mariano Antolín fue de los pocos que sin renunciar al «compromiso» no giró hacia las ocupaciones públicas. Siempre siguió siendo como a los 20 años, escribiendo, traduciendo, viviendo en la palabra.

Mariano Antolín es de los escasísimos supervivientes del naufragio que a estas alturas sigue escribiendo sobre héroes: por eso es un escritor épico, como le gusta calificarse en las contraportadas de sus últimos libros. Como el héroe que tiene más a mano, después de Ulises, Sandokan y Ahab, es Mariano Antolín, sus novelas cada vez más nos dan más de sí mismo. De un héroe que heroicamente continúa a flote a pesar del pavor y la angustia. De eso tratan sus últimas novelas, «No se hable más» y «Lobo viejo». Y de eso trata, como asunto principal y único, su último relato, «Picudo rojo», recién publicado después de haber obtenido el premio de la Nueva Crítica.

Mariano Antolín solía decir hace muchos años: «Nunca escribo cuentos» o «Nunca fumo tabaco». Nunca, palabra pronunciada por nadie, el que cegó a Polifemo. Ahora, vencidos ya de sobra los sesenta años de su edad, escribe una novela corta de desarrollo perfecto, situada en un escenario único con personajes diferentes. Los terribles visitantes proceden de alguna alucinación de sus primeras novelas; el narrador de las últimas: es otro lobo viejo y retirado. La situación, la de «El bosque petrificado» y «Horas desesperadas», dos películas interpretadas por Humphrey Bogart, a quien se cita en el texto (pero no en estas películas, sino en «El último refugio», del maestro tuerto Raoul Walsh). El lector vive la angustia y la desesperación del lobo viejo, pero sabe que no le defraudará: a fin de cuentas, está narrando esa historia, y la narración es la que le hace superviviente. Sucedieron cosas terribles, pero puede contarlas, y las cuenta muy bien. Como los héroes, ha sabido resistir. Perdido un diente, el lobo viejo se conforma con seguir cuesta abajo. Como al final de la hermosa novela de Antoine Blondin, «Un mono en invierno», empieza para el viejo un largo invierno. Que sea largo y no del todo desapacible para Mariano. Lo demás es inevitable, pero se ha librado de los monstruos. Como él escribe en la frase que cierra: «termina octubre y pronto cumpliré un año más».