Pontevedra, B. MÁRQUEZ

Testarudo, amante de las croquetas y el chocolate, un punto coqueto, tenía pavor a las gaviotas, no soportaba que le tocasen sus cosas... Son rasgos, todos ellos, que definían a Agapito Pazos Méndez, el octogenario que vivió 79 años, desde los 3 hasta los 82, en la habitación 415 del Hospital Provincial de Pontevedra. Fue abandonado a sus puertas a los 3 años y desde entonces el personal del hospital fue su familia, cuidó de él hasta el día de su muerte, el pasado 24 de abril, y lo acompañó en su tercera y última salida, camino al cementerio de San Mauro. Sólo había abandonado su habitación en otras dos ocasiones, una para ver el mar y otra al aeropuerto.

Agapito fue abandonado a finales de los «felices» años veinte dentro de una caja a las puertas del hospital, que por aquel entonces era una institución de beneficencia. Un niño de 3 años con espina bífida, el diagnóstico que al poco tiempo de su llegada hicieron los médicos, era una pesada carga en tiempos de estrecheces.

Agapito, cuentan sus cuidadoras, tenía las extremidades inferiores y una superior atrofiada y nunca llegó a caminar. Sus problemas físicos no le impidieron, sin embargo, granjearse el afecto de quienes lo recogieron y el cariño de sucesivas generaciones de monjas y trabajadoras sanitarias que lo cuidaron, que hablan de él como de «todo un personaje», que «se dejaba querer, aunque tenía sus prontos».

En su juventud y hasta entrada la década de los setenta, Agapito tenía asignadas «obligaciones»: era el encargado de guardar las llaves de la gaveta de los medicamentos y del almacén, según Fernando Filgueira, que conoció a Agapito cuando realizó sus primeras prácticas profesionales y que lo trató durante sus años de ejercicio y de dirección en el Hospital Provincial.

Sus tareas de «vigilancia» se centraban en los numerosos enfermos que a lo largo de casi ochenta años compartieron con él habitación, primero en salas corridas de veinte personas y posteriormente en la habitación doble que se convirtió en su «domicilio». «Nos avisaba cuando los veía muy mal y nos decía que se iban a morir, y en muchas ocasiones acertaba», comentaba en el tanatorio otro trabajador y relataba que «nos llamaba a gritos al oír y ver las gaviotas, les tenía pánico».

Ese miedo, sin embargo, no impidió que uno de los momentos más felices de su vida fuese el día que un auxiliar se lo llevó de excursión a la playa de La Lanzada para que conociese el mar. Elías, que así se llamaba aquel auxiliar, también lo llevó al aeropuerto. Estas dos salidas constituyeron los «viajes» de su vida, ya que sus excursiones habituales -en silla de ruedas y bien sujeto, para que no se desplomase- tenían como horizontes el patio, el vestíbulo y los pasillos del hospital.

El paso del tiempo lo convirtió en un cascarrabias. El chocolate era una buena arma de reconciliación, «se pirraba por él», según una de sus cuidadoras, «y las croquetas lo volvían loco», apostilla una compañera.

Filgueira no deja de elogiar «la lección permanente de humanidad» de los profesionales del Hospital Provincial, a cuya atención desinteresada atribuye la insólita longevidad de una persona con las carencias de salud de Agapito Pazos.