Pontevedra,

J. A. OTERO RICART

Marisol Dorado lleva unos días con problemas para conciliar el sueño. Es una de las enfermeras del Hospital Provincial de Pontevedra que más tiempo pasó con Agapito Pazos Méndez, fallecido el pasado fin de semana a los 79 años. Allí pasó prácticamente toda su vida, pues sus padres le dejaron en la puerta con 3 años. «Para nosotras Agapito era el niño del hospital, como un niño grande al que cuidábamos y con el que compartíamos bromas y fiestas», cuenta Dorado, que le atendió durante más de treinta años.

El doctor Javier Vázquez Sanluis, que trabajó entre 1976 y 2000 en el servicio de medicina interna del Hospital Provincial, elogia el cariño que en todo momento ofrecieron a Agapito Pazos las enfermeras y celadores, así como las monjas que le atendieron durante los primeros años. «Sólo puedo decir que Agapito era una persona con discapacidad física e intelectual que vivió donde quiso vivir y rodeado de cariño», resume.

¿Por qué un caso tan peculiar no saltó antes a los medios de comunicación? A juicio del doctor Fernando Filgueira, director del Hospital Provincial entre 1989 y 1992, hubo una especie de «pacto de silencio» para evitar que Agapito fuera trasladado a otro centro. Muchos detalles de su historia se desconocen, porque parte del archivo del hospital se perdió en un incendio. Alfonso Zulueta de Haz, presidente de la Fundación Sálvora, que mantenía su tutela legal, refiere que Agapito nació en Lalín en diciembre de 1930. Fue recogido a principios de los años treinta, según los médicos, por sor Dosinda, a las puertas del Hospital Provincial, que por entonces era un centro de beneficencia atendido por las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Dos de las monjas que le cuidaron después, sor Ana y sor Manuela, le recuerdan «siempre sonriente y muy agradecido».

Tanto Vázquez Sanluis como el doctor Fernando Filgueira coinciden en que Agapito tuvo que llegar al Hospital Provincial con más de 3 años de edad, porque ya hablaba y lo hacía siempre en gallego. El niño, que presentaba deficiencias físicas e intelectuales, procedía de una aldea de Lalín donde sus humildes padres se vieron desbordados ante la imposibilidad de atenderle y le dejaron en una cuna de madera en la entrada del hospital. «No le abandonaron», matiza Vázquez Sanluis, «le dejaron allí para que tuviese una mejor atención de la que ellos podían prestarle».

Al no existir entonces especialidad de pediatría, Pazos fue ingresado en la sala de dermatología y posteriormente pasó al área de medicina interna. Cuenta el doctor Filgueira que primero estuvo en una sala con más de veinte camas y después fue trasladado a otras con menos pacientes, hasta que en 1990 llegó su última habitación: la 415. Fue también su domicilio a efectos civiles y en el padrón, al reseñar su dirección, se anotó: calle Loureiro Crespo, Hospital Provincial, habitación 415, cama 2. Pontevedra.

Filgueira le conoció en 1961, «durante mis primeras prácticas en el hospital, y por entonces Agapito era ya una persona relativamente mayor. Después tuve ocasión de conocerle muy bien; cuando pasaba por su habitación le saludaba, le hacía alguna gracia y se quedaba muy contento», explica.

Dos de las enfermeras que le cuidaron, Marisol Dorado y Ángeles Gutiérrez, recuerdan mil y una anécdotas relacionadas con Agapito Pazos. Le encantaban los chistes y el día de los Santos Inocentes las enfermeras le hacían partícipe de las inocentadas que preparaban. «Se partía de risa con las bromas, sobre todo cuando le decíamos que íbamos a gastárselas a alguna de las monjas», comenta Marisol.

A finales de los años setenta las sucesivas gerencias del Provincial intentaron buscar un alojamiento más acorde con las necesidades de su inquilino, pero los psiquiatras llegaron a la conclusión de que trasladarle a otro centro sería una crueldad para él y no se adaptaría.

El personal sanitario siguió volcado en la atención a un paciente que más que huésped era anfitrión, pues él siempre estaba allí y los médicos y enfermeras llegaban y se iban. En 1978, uno de los trabajadores, Antonio Licer, le llevó de excursión a la playa de A Lanzada, donde Agapito vio por primera vez el mar, «algo que le hizo mucha ilusión», apunta Vázquez Sanluis. También le llevaron a ver el aeropuerto de Lavacolla y a algún otro lugar, pero la mayor parte de su vida transcurrió entre las paredes del hospital, donde llegó a prestar en su juventud pequeños servicios, como guardar llaves o vigilar a pacientes.

En los años 80, una trabajadora social le consiguió una pensión no asistencial. Fue así como Agapito Pazos se hizo con unos ahorros -guardaba celosamente su cartilla- y pudo cumplir su deseo de disponer de un lugar para ser enterrado, «una mentalidad muy arraigada en la Galicia profunda», según Vázquez Sanluis.

Con su primera pensión se compró un televisor para la habitación, lo que supuso para él una ventana al mundo exterior del hospital. Siempre fue una persona alegre y muy comunicativa, aunque con el paso de los años «se fue haciendo un poco más testarudo», cuenta Marisol Dorado. Comenta que cuando algún sanitario que no conocía quería darle de comer se enfadaba y se negaba a tomar alimento. Hasta que llegaba Marisol y «le amenazaba con dejar pasar a la habitación a las gaviotas? les tenía verdadero pánico».