Los que ya sumamos algunos años, y, gracias a Dios, conservamos algo de memoria, recordamos lo que eufemísticamente se denomina en alguna ocasión «el régimen anterior», de acuerdo con nuestras experiencias de aquella época. Para algunos fue una etapa terrible, para otros no tanto. Y a veces sorprenden ciertos testimonios. Para afirmar la condición tenebrosa del franquismo no hace falta recargar tintas: basta con exponer lo que había, y cómo un país que empezó a ser regido como un cuartel, estuvo a punto de convertirse, en su etapa de dulcificación, en convento de monjas. Yo, por motivos de edad, no recuerdo la primera etapa, aunque me tocó algo de la segunda. No obstante, me sorprende leer algunos testimonios sobre el período franquista en el que yo tenía edad para recordar y razonar algo. No es que los estudios y recuerdos sobre la historia reciente de España figuren entre mis lecturas habituales. Creo honestamente que hasta que no se considere esta etapa con el distanciamiento con que se consideran las guerras púnicas, en «este país» no habrá nada que hacer ni será posible la reconciliación. Por ello son útiles empresas como la que comienza LA NUEVA ESPAÑA, de manera objetiva, con el propósito de que no se repitan aquellos hechos ni se continúen repitiendo tópicos a veces insostenibles.

Hace tiempo cayó en mis manos un librito minúsculo titulado «horas extras» de Bernardo Atxaga, nacido en Asteasu en 1951, que leí en gracia a su brevedad. Hace años empecé a leer una novela suya titulada «Obabakoak», unánimemente aclamada por la crítica, y, en efecto, sonaba en ella una voz narrativa que se apartaba bastante de la acostumbrada en este segunda restauración borbónica, atosigada de novelas pseudopoliciacas y traumatizada por la guerra civil y un cosmopolitismo un tanto de caleya. En «Obabakoak» había frescura y ritmo, y un mundo rural observando con mirada evocadora al menos hasta que aparece la serpiente y el impulso inicial decae.

En «horas extra», Atchaga recuerda su infancia y su bachillerato, entre varias cosas más. Aquellos dos hechos trascendentales, la infancia y el bachillerato, ocurrieron bajo el horror del franquismo. Sin embargo, yo, que nací seis años antes que él, no reconozco aquella época. No tengo noticia de que en la segunda mitad de los años cincuenta en las colegios se izara la bandera, se obligara a cantar el «Cara el Sol», se le diera una paliza a un alumno porque era «el peor de todos», o que la asignatura Formación del Espíritu Nacional causara traumas. Más bien la considerábamos como un reposo entre la severidad de las matemáticas o del latín, y al único «represaliado» que recuerdo de mi curso fue a Juan Luis Vigil, a quien suspendió Gerardo Turiel porque dibujó al pie de un examen una tumba con el RIP encima. «¿Qué significa esta tumba?», preguntó el profesor, suspicaz. «La tumba de José Antonio», contestó Vigil. Y suspenso al canto.

Mucho menos oí contar que los inspectores de enseñanza secundaria se presentaran en las aulas ataviados con «botas altas de cuero y cinturón de hebilla gruesa», ¡en 1964!, como el que describe Atxaga en el relato «Recuerdo escolar». Y en cuanto a la asignatura de Formación del Espíritu Nacional o «política», que hoy el zapaterismo pretende imponer de nuevo, exponiendo cosas distintas aunque con la misma intención totalitaria, todos nos la tomábamos a chacota, empezando los curas, que la consideraban una pérdida de tiempo. En la Universidad, la «política» formaba parte del poco prestigioso bloque de las «Tres Marías», completado por la religión y la gimnasia, y los propios profesores de la «ideología estatal» padecían un fuerte complejo de inferioridad. Hacia 1964, cuando Atxaga padecía en el instituto de su pueblo los rigores de la dictadura franquista, yo era expulsado de un examen de «política» por no llevar corbata. «¿Es que no tiene usted respeto a la asignatura?», me preguntó el profesor, casualmente el mismo que el del colegio, y luego ardoroso demócrata. Y añadió: «Pues entérese de que es tan importante como cualquier otra, así que tiene que venir al aula con corbata». Así que, expulsado, me fui a tomar un vaso al bar azul.

El franquismo, al menos en su tramo final, no fue como Atxaga lo describe. En 1964 ya habían cambiado muchísimo las cosas. Y habían desaparecido las camisas azules, los himnos, las insobornables lealtades y todas esas cosas, sustituidas por el cochecito utilitario y los bikinis de las francesas. Decía Unamuno que hasta Sabino Arana era capaz de cambiar, porque no era un pedrusco. También cambió el franquismo, que no era lo mismo en 1940 que en 1964. Por eso está bien que se pongan las cosas en su sitio y que se describe el régimen en sus diferentes etapas. De dictadura brutal pasó a dictadura grotesca. Al final no era un régimen tan violento, aunque continuaba siendo siniestro. Por eso confundir las etapas es hacerle un favor al franquismo, porque se nota demasiado la intencionada exageración. Basta con recordar cómo era, que ya es de sobre para juzgar aquel largo y forzado paréntesis.