Uno de los diarios de mayor tirada de España publicó la noticia de la recuperación del DNA de los ejemplares de la cueva de Vindija bajo este titular: «Somos un poco neandertales». Es cierto. Pero resulta que también somos un poco chimpancés, un poco atunes y un poco bacterias. Nuestro bagaje genético es el resultado de un proceso larguísimo de filogénesis por selección natural en el que buena parte de los nucleótidos y de las proteínas y enzimas que aquéllos codifican se comparte con multitud de seres vivos.

¿Y de eso qué conclusión cabe sacar? ¿En qué medida es distinto un humano de una drosófila, de una escherichia, de un simio o, ya que estamos, de un neandertal? El artículo de Richard Green y colaboradores publicado hace una semana apunta de forma clara algunas líneas de enorme interés para poder llegar a una respuesta. La primera, el que se ha confirmado más allá de las dudas razonables que existían antes, el hecho de que los humanos modernos somos una especie distinta de la de los neandertales. El aporte de estos últimos a nuestro bagaje genético se realiza por medio de una hibridación introgresiva, que es como se conoce el cruce esporádico entre dos especies muy próximas cuya distancia permite ese intercambio excepcional. El resultado ni altera la distancia entre las dos especies ni implica la presencia de una huella apreciable en la que ha recibido ese aporte de un grupo pequeño de miembros de la otra. Así que la cercanía que nos hace ser tan similares a los neandertales y a los humanos modernos no procede de ese episodio de hibridación, sino de lo que adquirimos ambos linajes de manera conjunta a través de los centenares de miles de años en los que nos mantuvimos unidos formando uno solo.

La recuperación del DNA antiguo permite también poner el foco en las veinte regiones mayores en que los humanos modernos disponemos de genes, obtenidos por selección positiva, que los neandertales no tuvieron. Bastantes de esos genes han sido identificados, y aquellos cuya función se conoce resultan estar relacionados con cosas como el control del metabolismo, ciertas anomalías cognitivas al estilo de la esquizofrenia o el autismo, y la alteración del proceso que lleva a los huesos del cráneo a suturarse. Como ha apuntado Carles Lalueza-Fox, uno de los autores del artículo acerca del genoma neandertal, lo importante está todavía por hacer. La tarea pendiente consiste en averiguar en qué medida esos genes humanos «únicos» intervienen en el proceso que lleva a la aparición de los rasgos más notorios de nuestra especie. Se trata de la caja de Pandora que podría conducir a un esclarecimiento de nuestra capacidad para el lenguaje articulado, las relaciones cooperativas o la creatividad de todo tipo, desde la artística y literaria a la científica. Dicho de una forma muy simple, la hazaña de recuperar el ADN de los neandertales nos indica adónde hay que mirar. Pero no nos dice nada acerca de lo que encontraremos al fijarnos con la suficiente profundidad y sutileza.