Empezamos bien: un asedio a un castillo francés con un Ridley Scott que domina como nadie eso de hundir la cámara hasta las cachas para hacer creíbles y febriles las escenas de batalla. Flechazos, quemaduras, masacre. Sangre, hedor y lágrimas. El hombre que reinó con Blade runner podría rodar esas cosas con los ojos cerrados. La presentación del personaje de Robin es atractiva: un tipo que viene de vuelta del horror y ya sólo piensa, liberado de Dios y del Hombre, en recuperar su libertad y emprender una nueva vida lejos de la muerte. Al diablo las Cruzadas. Una última decepción con la que se castiga su insolente sinceridad (Ricardo Corazón de León es bastante canalla, a la par que insensato) le dejará con las manos libres para hacer por fin lo que le dé la gana... o eso cree él.

Lleva en los genes una nobleza y un espíritu de rebeldía que no permiten huidas. Una emboscada nocturna vuelve a sacar punta a la habilidad de Scott para la acción vigorizante, pero a partir de ahí los tejemanejes de un guión presionado para rescatar las claves del éxito de Gladiator empiezan a cargar de lastre la película. Primero, por el personaje de Juan Sin Tierra, el hermano cabrito de Ricardo Corazón León, y que ya desde una primera e insostenible escena de cama con una amante francesa está tan caricaturizado que es imposible tomárselo en serio. Cuando la historia se pone a remedar grosso modo El regreso de Martin Guerre (el soldado que usurpa la identidad de un muerto) y se enlazan intrigas palaciegas con las maniobras de un malo malísimo (Mark Strong hace lo que puede para no resultar ridículo, como ya ocurría en Sherlock Holmes, cuidado, chaval que te encasillas), este Robin Hood con solemnes discursos sobre la libertad (rodados e interpretados sin garra) empieza a tambalearse hasta caer con estrépito en una disparatada batalla final que parece (a las barcazas sólo les falta la bandera de EE UU) el desembarco de Salvar al soldado Ryan con flechas, y en la que Scott no se inmuta a la hora de meter con calzador situaciones involuntariamente cómicas (la del «soldado» Marian al frente), y condimentadas con una banda sonora de lo más convencional. Pese a todo, las dos horas y media se aguantan sin agobio y hay detalles aquí y allá que recuerdan que Scott fue grande. Lástima que los apuntes más interesantes (la relación con una cautivadora Cate Blanchett, los tenebrosos niños huérfanos del bosque, el tormento de un Max von Sidow ciego, el personaje del desengañado William Hurt...) se diluyan entre intrigas atolondradas que convierten la historia de Inglaterra y Francia en un vodevil sangriento.