En el otoño de 1926 la locura por la música negra se había desatado y atraía a los blancos neoyorquinos hasta Harlem, pero era en el Kentucky Club, de la Calle 49, entre la Novena y la Décima Avenida, donde tocaba la banda más caliente de la ciudad: «The Washingtonians». El sótano donde se encontraba el local era más estrecho que una catequista y en el diminuto escenario apenas podían librar desahogadamente una pelea dos contendientes, en el caso, por ejemplo, de que el trompetista y el batería decidiesen llegar a las manos. Sin embargo, esto último no parecía que pudiera suceder: los músicos, apretados debajo de las tuberías que corrían por el techo, sonaban como si se conociesen de toda la vida y nada indicaba que fuesen a dejar de ser amigos. En la orquesta liderada por el banjista Elmer Snowden, sobresalía el joven que tocaba el piano, un tal Edward Kennedy Ellington, que pasaría a la historia por Duke. Alrededor suyo se retorcían por el suelo los bailarines.

El Kentucky, reabierto y rebautizado un año antes tras el incendio que sufrió su precursor, el Hollywood Club, lo frecuentaban mafiosos, músicos, artistas en general y estrellas del vecino Broadway. Después de las tres de la madrugada resultaba imposible conseguir un asiento. La banda no se limitaba a mantener la temperatura alta y a los bailarines en movimiento, tocaba tan bien que incluso un número conocido como «Saint Louis blues» sonaba diferente. El público, a veces, se quedaba absorto escuchando a Charlie Irvis, un trombonista apodado «Tapón» por el tipo de sordina que utilizaba. O al gran James, «Bubber», Miley, un trompetista experto en el uso del desatascador y epítome del sentimiento. Bubber formó una pareja inolvidable con Joe, «Tricky Sam», Nanton, el legendario trombonista creador del «wah-wah», un sonido que caracterizó la música «jungle» de Ellington. Pero también estaba el irrepetible Sonny Greer, que era conocido como «The Sweet Singing Drummer» («el dulce batería cantarín»), que después de las sesiones acompañaba a Duke por las mesas del local para interpretar cualquier cosa a petición del público. Ellington tenía un pequeño piano de estudio con ruedas y Greer le secundaba cantando y golpeando sus baquetas aquí y allá. Los clientes respondían arrojando los billetes de veinte dólares como si les quemarán en las manos, contó el propio Duke Ellington.

La música de los «Washingtonians» no era excesivamente descarada, ni exclusivamente rítmica, tampoco suficientemente negra, ni podía considerarse absolutamente jazz. Pero sólo a partir de ella fue cuando todo se precipitó. Después del Kentucky Club vino lo demás. Nueva York empezó a aullar.