Las monarquías siempre me han parecido más fascinantes que las repúblicas. Con ellas, la historia puede ser también una amenísima crónica social: una telenovela de amores, traición, depravación y lujo que alimenta hoy libros de gran éxito y series de televisión, como hace bien poco «Sissi», en Telecinco, otra estúpida versión sobre la enigmática Isabel. Las monarquías, además, dejan a su paso magnas obras de arte, catedrales y palacios que hacen más distraídos nuestros periplos turísticos. A Luis II de Baviera se le iba un poco la olla, pero de los reales sitios surgidos de su real arbitrariedad vive hoy la industria turística de esa maravillosa región. En ambos sentidos, las repúblicas resultan aburridísimas, sin contar con su odiosa manía de colgar o fusilar a los soberanos, para montárselo después peor que ellos.

De España se ha dicho mucho que es un país republicano, otro topicazo muy cultivado por la izquierda menos cultivada. Desde hace al menos quinientos años, España ha estado casi siempre regida por monarcas, con dos breves repúblicas que acabaron como el rosario de la aurora. No creo que ninguna televisión se tome interés por ello, al menos en vida de Belén Esteban, pero la historia de la realeza en España es un culebrón tremendo que dejaría a «Los Tudor» como un cuento infantil. Desde las peripecias del último Habsburgo, Carlos II el Hechizado, débil mental y coleccionista de patologías, hasta Isabel II, tatarabuela del actual rey, reconocida ninfómana casada con un homosexual y que concibió a sus hijos encamándose con recios varones de la época, nada habría en esa caudalosa narración que pudiera dejar indiferente al telespectador. Ni siquiera sería necesario adulterar la verdad pretérita, como hacen en «Los Tudor». Bastaría, simplemente, con contar la verdad.

En esa larga nómina de personajes hay uno particularmente desconocido, por tratarse de un contemporáneo: la reina Victoria Eugenia de Battenberg, esposa de Alfonso XIII y abuela del actual monarca. Aún recuerdo mi sorpresa cuando, en febrero de 1968, la prensa de la época informaba escuetamente de una corta estancia de la dama en España, para asistir al bautizo de su bisnieto Felipe. Puede parecer delirante, pero era mi primera noticia sobre la soberana. El franquismo había reescrito magistralmente la historia a su propia conveniencia, y la reina Victoria Eugenia había sido eliminada de ella, lo mismo que don Manuel Azaña o Juan Negrín. Para quienes habíamos nacido durante la dictadura, sin haber conocido otra cosa, el Régimen irrumpía en la Historia y en los textos escolares como surgido de la nada: un invento de Dios, se nos decía, para salvar a España.

Así descubrí en los sesenta que la última reina de España había sido una princesa del Reino Unido, cosa que me pareció muy rara en aquella época. Si Franco había existido desde siempre, como así parecía ser, no entendía yo qué pintaba esta señora en la película. También me resultaba muy extraño que habiendo tenido España una reina británica, nacida en Escocia para más señas, no nos hubieran devuelto el Peñón. Y si de reinas se trataba, no podía haber otra que doña Carmen Polo, icono supremo del «kitsch» franquista. Pues bien, Victoria Eugenia protagoniza dentro de unos días efemérides. Un 31 de mayo de hace ciento cuatro años, la nieta de la todopoderosa reina Victoria del Reino Unido, se dirigía en carroza, con Alfonso XIII, hacia el palacio de Oriente. Acababan de contraer matrimonio. Una bomba lanzada en un ramo de flores alcanzó a la comitiva provocando muertos y heridos. Así comenzó su reinado, después de una humillante ceremonia de abjuración de la religión anglicana, con el mal augurio de un atentado.

A partir de ahí, un rosario de desgracias incomparablemente superior al que se abatió sobre la torpe lady Di, que era una simple aficionada. Continuadas infidelidades conyugales de Alfonso XIII, un difícil encaje con su suegra, la reina María Cristina, y con la vetusta corte española: era motivo de escándalo que Victoria Eugenia fumara en público, o que emprendiera actividades sociales colaborando con la Cruz Roja. Y el gran drama: un primer varón, Alfonso, príncipe de Asturias, hemofílico, al igual que su otro hermano Gonzalo. La soberana de España, y el resto de la parentela descendiente de su abuela, la reina Victoria del Reino Unido, esparcieron la temida enfermedad por toda Europa: desde los príncipes españoles al heredero del último zar ruso. Una epidemia real. Lustros después vendría el exilio, huyendo del palacio de Oriente en 1931, con la mente puesta en su prima la zarina Alejandra, asesinada con el resto de la familia imperial, años antes, en Rusia. El desfile de amantes de Alfonso XIII por el hotel Meurice de París y la ruptura, en la práctica, del matrimonio real. Y las disputas dinásticas entre sus hijos, amén de la muerte del primogénito, el desdichado Alfonso, en Miami, en brazos de una prostituta. Él y su hermano Gonzalo perecieron en dos leves accidentes de tráfico que sólo la hemofilia convirtió en mortales.

La reina británica de España murió en Lausana en 1969. Fue una belleza prematuramente envejecida por el sufrimiento, las desgracias y el desamor, pero siempre supo estar a la altura de sus responsabilidades. Y se consoló como pudo, porque nadie es perfecto, con su gran pasión por las joyas. Hace más de cien años, un 31 de mayo, la bomba de un anarquista manchó de sangre su vestido de novia. La historia, que con mano maestra nos ocultó el franquismo, ha comenzado a reivindicarla ya.