La personalidad de George Orwell, pseudónimo de Eric Arthur Blair, es simpática por su humanidad y por su «contenido moral», por así decirlo, aunque los antiguos camaradas no le hayan perdonado que hubiera dejado de comulgar con ruedas de molino. Es el lamentable sino de quienes alguna vez fueron de izquierdas y dejan de serlo por coherencia u honradez: los que siguen atados a la noria se lo tienen en cuenta, lo mismo bajo el estalinismo que bajo el socialismo postmoderno. Como escribió Hemingway en los años treinta: «Si uno se alista con los que luchan por la democracia, por la sociedad y por esas cosas cuando es joven y declina después cualquier otro alistamiento, y se hace responsable sólo de uno mismo, cambia el hedor agradable y reconfortante de los camaradas por algo que no puede sentirse más que consigo mismo». Que Orwell abandonara aquellas banderas no implicó su retirada del combate, y continuó luchando por la libertad, aunque los que reclamaban el monopolio de esa lucha no se lo admitieran y mucho menos que los libros en que mejor la expresa, «1984» y «Rebelión en la granja», fueran éxitos importantes, el último adaptado al cine por Walt Disney en una película de dibujos animados de los años cincuenta: una contribución a la «guerra fría» con un claro mensaje anticomunista que no invalida la clara e implacable denuncia del totalitarismo. ¿Qué culpa tienen los liberales de que los socialistas sean tan totalitarios como los fenecidos nacionalsocialistas, porque creen tener razón y toda y la única razón? Y, ¡ojo!, no digo que no la tengan, sino que es peligrosísimo dar por dogma que la tienen.

Orwell, por temperamento, era un liberal. No se es liberal sólo por convicción: sobre todo, se es liberal por algo privado e íntimo, por carácter y educación.

Es un escritor brillante, como pueden serlo H. G. Wells o Aldous Huxley, pero su lectura resulta, además, aleccionadora. Sus novelas y sus ensayos poseen la sencillez y la contundencia de quien se ha propuesto decir la verdad, sin otro salvoconducto que su propia experiencia. Escribe lo que ha visto y vivido y lo expone sin disimular ni retóricas innecesarias, acaso teniendo en cuenta la máxima de Goethe: «La inteligencia y el sentido común se abren paso con pocos artificios». A su lado Wells y Huxley parecen artificiosos, Huxley ostentando una cultura académica demasiado evidente y Wells un autodidactismo no por enciclopédico menos agresivo. A pesar de su extraordinaria imaginación y de sus excelentes dotes como escritor, de sus extraordinarios cuentos y sueños, de sus alucinaciones de ciencia ficción que convierten en adulto lo que en Verne no pasaba de infantil, Wells resulta desagradable por su progresismo exagerado, por su beatería científica decimonónica, por su feminismo, por su pedantería autodidacta, por su socialismo fascistoide. Huxley era más listo y se daba cuenta de adónde pueden llegar el dogmatismo científico y el socialismo cogidos de la mano: a «un mundo feliz». Pero la apreciación de Huxley, poco dado a descender a la calle, era más bien teórica. En cambio, Orwell había visto demasiado cerca aquello de lo que advierte de manera sombría en «1984». Aunque ambas novelas no alcanzan la plenitud del horror de «Nosotros», de Zamiatin. El «mundo feliz» de Huxley es posible; incluso puede suceder en un futuro no muy lejano: Orwell titula su novela «1984» porque las cosas espantosas lo son más cuando tienen fecha. Pero Zamiatin es mucho más terrible: no describe la degeneración de la utopía, como Huxley, o un futurible espantoso como Orwell, sino un mundo real que remite al que le tocó vivir: el socialismo hecho realidad en la Unión Soviética. Las abstracciones realizadas son terribles: Orwell se refiere en su novela al ministerio de Amor y al ministerio de la Verdad. Por eso, cuando nos enteramos de que hay un país en el que existe un ministerio de la igualdad, ese país nos pone los pelos de punta.

C. S. Lewis afirma que «1984» y «Rebelión en la granja» son «abjuraciones honorables, honradas y muy amargas. Ambas expresan la decepción de alguien que fue revolucionario y más tarde comprobó que todos los dirigentes totalitarios, cualquiera que sea el color de su camisa, son enemigos del hombre». En los ensayos agrupados en «El león y el unicornio» (Turner, 2006) razona esa evidencia, incluso en aspectos secundarios o en apariencia irrelevantes, ya que el marxismo, más por totalitario que por enciclopédico, lo abarca todo. Y así defiende a Kipling de la acusación de fascismo, señalando que lo era mucho menos que «los progresistas de hoy en día», del mismo modo que Inglaterra es una potencia naval, pero nunca fue una dictadura naval. Y, en fin, esta verdad consoladora: «Todos los partidos de izquierda en los países industrializados son una falacia, ya que se dedican a luchar contra algo que no desean destruir». Verdaderamente, conocía el percal. Castro está muy bien para los cubanos, pero en Inglaterra sería otra cosa. Al «progre» le gusta vivir muy bien, y eso Orwell lo sabía: por ello le aborrecen. También sabía que sus sentimientos continuaban siendo de izquierdas, pero su honestidad como escritor le impedía seguir siendo partidista.