Sobrepasada la mitad de la década de los cincuenta Cornelius Ryan (1920-1974), un periodista irlandés afincado en Estados Unidos, se encontraba llamando a las puertas de los editores con el fin de que alguien le ayudase a pagar la factura de la obra que se había propuesto. Intentaba reconstruir de manera pormenorizada los hechos del «Día D» con motivo de la conmemoración del decimoquinto aniversario. Ni Rebecca West ni Joseph Mitchell ni John Hersey, que otorgaron rango literario a la no ficción, habían conseguido alterar el periodismo. Pero todo comenzó a cambiar en 1957, cuando Ryan convenció al «Reader's Digest» para que publicase anuncios en busca de hombres y mujeres que hubiesen estado en Normandía el 6 de junio de 1944 y estuviesen dispuestos a contar sus experiencias. El reportaje culminaría con la publicación de El día más largo, un libro traducido a dieciocho idiomas y del que se venderían decenas de millones de ejemplares. Más tarde, la adaptación al cine, con guión del propio autor, acabaría por hacer de la obra de Ryan una historia para todos los públicos.

Pero el libro, ¡ah, el libro!, tenía todo aquello que algo más de diez años después Tom Wolfe se encargaría de recalcar en su proclamación del nacimiento del nuevo periodismo. Wolfe clamaba por la inmersión en la escena, ver salir, escuchar y obtener un efecto novelesco. Ryan ofrecía la propia experiencia en el campo de batalla como combatiente a las órdenes de Patton, pero también la de los demás. Datos y datos sobre el escenario de su narración ¿Quieres más detalles? ¿Quieres personajes? Tengo un millón de ellos, parecía decir el autor de El día más largo.

El nuevo periodismo estaba a punto de lograr el realismo de no ficción que los novelistas habían abandonado o despreciado. Consistía en contar las cosas de manera distinta, atrapar la película entera, con todas las escenas. Era darle la vuelta a la tortilla después de haber batido más huevos de lo acostumbrado. Los periodistas que empezaron con todo aquello, Talese, Breslin, Mok, Wolfe, Lypsite, Portis, etcétera, reporteros estelares de los grandes diarios, el «Times», el «Tribune», el «Post» o el «Daily News», querían su trozo del pastel al igual que los grandes escritores de ficción. ¿Cómo? No era necesario retorcer las historias para transformar la realidad en una novela. Sólo sacar partido a los personajes ¿Acaso no lo había hecho Capote con aquellos granjeros de Kansas y sus asesinos en A sangre fría?

Todo ello coincidía, además, con la eclosión pop. Moldes distintos para empaquetar la actualidad y dirigirla a un lector empastillado o emporrado capaz de devorar las historias adrenalínicas de Hunter S. Thompson, periodista gonzo, actor y narrador, al mismo tiempo, de situaciones propias de un loco de atar. «Estoy sentado al lado de la piscina del hotel Lane Xang, escuchando esos inquietantes informes de la BBC sobre las columnas armadas Pathet Lao arrasando todo camino hacia nosotros, sin ninguna resistencia, noto una gran sensación de paz y satisfacción... no hay otro sitio en el mundo donde deba estar, ahora mismo, más que donde estoy. Maravilloso, pienso, que les den por el culo. Y sé que Leslie se siente como yo, pero ninguno de los dos lo dice claramente, sino de una manera indirecta, porque ése no es el tipo de cosas que los yonquis de guerra se dicen entre sí, unos a otros», escribió sobre la caída de Saigón en El baile de los condenados, un extenso reportaje publicado originalmente por la revista «Rolling Stone».

La guerra de Vietnam sirvió en bandeja el ritmo apropiado para bailar sobre las tumbas. El periodista inglés Nicholas Tomalin salió de excursión en helicóptero y contó para el «Sunday Times» cómo el general James F. Hollingsworth había matado él solo más vietcongs que el resto de sus tropas. «No hay mejor modo de luchar que salir a cazar vietcongs. Y no hay nada que me guste más que matarlos. No, señor». Ése era el estilo.

Cornelius Ryan fue invitado a Normandía el «Día D». La primera vez sobrevoló las playas en un bombardero, la segunda navegó en un barco de patrulla que lo llevó de vuelta tras aterrizar en Inglaterra. Había estado trabajando como corresponsal de guerra para el «Daily Telegraph» desde 1943, habiendo llegado de Dublín a Londres en 1940, y al periodismo un año más tarde en «Reuters». Cubrió la guerra aérea sobre Alemania y acompañó al tercer Ejército de Patton. Luego informó desde el Pacífico. Finalmente, vino la etapa americana, su reportaje sobre el hundimiento del «Andrea Doria» a la altura de Nantucket y la reconstrucción del desembarco.

El periodista irlandés-americano tenía 54 años cuando murió, en noviembre de 1974; le sobreviven esposa, hijo e hija. En su lápida figura una sencilla inscripción: reportero. El material que había reunido en veinte años de documentación sobre la guerra acabó en la Universidad de Ohio. Sigue siendo uno de los archivos más consultados.