En este año 2010 se cumple el centenario del nacimiento de varios gijoneses que destacaron en la plástica y la literatura. El 14 de enero habría cumplido 100 años el pintor Aurelio Suárez; el 10 de julio, el escritor Mario de la Viña, y este 27 de agosto cumpliría un siglo el también pintor Luis Pardo (Gijón, 1910-2000). Los tres son claros ejemplos de una generación que sintió cómo la historia daba un giro sobre ellos y los dejaba, de una manera u otra, marginados. Sufrieron los avatares de una guerra cuando trazaban con firmeza frescos aires de renovación en la plástica y las letras asturianas. Antes, en los años treinta, los tres eran reconocidos como firmes y prometedores valores de la cultura asturiana. Aurelio y Luis viajaban incansables y exponían una obra que demostraba que estaban al día de las inquietudes artísticas de aquel momento en Europa. Por su parte, Mario ganaba varios premios nacionales por sus artículos periodísticos y se trasladó a Madrid para trabajar en el periódico «La Libertad». Eran jóvenes y entusiastas lectores, vivían un Gijón en auge en el que destacaba la labor del Ateneo Obrero, del que eran socios, y al que acudían a escuchar conferencias, a charlar, o a leer las últimas novedades, como sucedería con el libro «Realismo Mágico», de Franz Roh, o «La deshumanización del arte», de Ortega y Gasset, donde se dice que para centrarse en paisajes internos no es necesario renunciar a la figura humana.

Aurelio ya se decantaba en esos años por obras que aún hoy poseen un toque de misterio que se escapa a la visión ordinaria. Por su parte, Mario escribía emocionantes artículos que tenían como protagonistas a humildes trabajadores que mantenían alta su dignidad. Muy cercana a esta propuesta de Mario era la de Luis Pardo, con una reflexión también centrada en el ser humano. No son de extrañar estas posturas, porque después de la guerra del catorce habían surgido muchas dudas y era necesario reconstruir al ser humano y al mundo. En ese momento ya no eran válidas las vanguardias de antes de la guerra que habían deshecho las concepciones corporales y espaciales. Ahora tocaba reconstruir el mundo de lo visible. Por esta razón, en estos años de entreguerras, para volver al orden moral y estético se intentó recuperar la memoria del pasado. Tal vez así se podría entender mejor el presente y la existencia. Son los años en los que Luis Pardo pinta «El hombre de la careta», «Carnavalada» o «Asturias», en los que intenta penetrar en lo más difícil de definir del hombre a través del juego de las máscaras, del estatismo, de sólidos volúmenes o de profundas miradas.

Llegó la guerra cuando tenían veintiséis años. Luis estaba entonces intentando abrirse camino en Madrid y allí dirigió uno de los cuatro talleres artísticos que el Partido Comunista tenía organizados en la capital. Muchos carteles y dibujos para revistas bélicas llevaron su firma. En la mayoría de ellos destaca la definición volumétrica del dibujo, en la línea del realismo socialista, pero también supo encontrar hueco para mostrar en algunos dibujos la sinrazón del cruel enfrentamiento, con imágenes de dolor y sufrimiento que remiten al infierno goyesco. Siempre con mano fácil, fluida, y con gran dominio de la anatomía. La misma causa que Luis la defendía Mario con sus escritos, primero desde Madrid y luego desde Barcelona.

Acabada la contienda muchas cosas cambiaron. Aurelio continuó pintando en Gijón, apartado de todo circuito cultural o expositivo. Acudía a diario a su trabajo artesanal y continuaba su reflexión sobre como encajar su obra y su vida en el orden natural. Mario de la Viña estaba exiliado en París. Allí escribió durante un tiempo en periódicos de exiliados, expresando la esperanza de volver pronto a su tierra. Pero un profundo desengaño asomó pronto en sus artículos. Más tarde se convirtió, como él mismo declaró, en una máquina de escribir que narraba para revistas hispanoamericanas los dimes y diretes de la vida diaria parisina. La fuerza interior de su corazón desengañado únicamente se deja ver en las cartas que desde el exilio le enviaba a sus amigos pintores de Gijón: a Aurelio, Luis, Evaristo Valle... o incluso a otros exiliados gijoneses, como el también periodista gijonés José Luis Corujo, exiliado primero en Bolivia y luego en Venezuela.

Por su parte, Luis Pardo pudo volver a Gijón, donde se escondió algún tiempo y borró las huellas de su reciente pasado en Madrid. El ambiente cultural que había conocido unos años antes había sido aniquilado. Unos estaban muertos, otros exiliados, otros represaliados... Luis trabajó algún tiempo en el estudio de fotografía de su hermano Alfonso (Parsán) y en seguida pasó a pintar paisajes y retratos de salón al gusto de la sociedad que los demandaba. De eso vivía, y no pudo volver a pintar según demandaban sus gustos hasta que en el año 1954 se incorporó como profesor de Dibujo en el Real Instituto Jovellanos. Además, en 1958 inauguró su Academia de Dibujo y Pintura en la gijonesa plazuela de San Miguel. La enseñanza fue su refugio, el lugar en el que pudo prolongar el armónico ambiente entre distintas generaciones de artistas que él había vivido de joven. Públicamente pasaba desapercibido. No exponía, al igual que Aurelio. De Mario ya nadie se acordaba, aunque él en París recibía y ayudaba a jóvenes artistas asturianos, como Orlando Pelayo o Antonio Suárez. Lo poco que se oía en Gijón de Aurelio o Luis eran chismorreos de chigre que convertían sus meditadas soledades en extravagantes rarezas. A ellos poco les importaba. Aurelio continuaba explorando el mundo y realizando un trabajo coherente, serio y ambicioso. Por su parte, Luis seguía centrándose en el ser humano, pero ahora era ya una visión teñida de fantasmales y amargas visiones, con cuerpos que insisten en una anormalidad física que refleja una mayor deformación moral. Así, asumió y construyó una estética conforme a una visión trágica de la vida humana.

Luis se jubiló en 1980. En sus últimos años, ya viudo de su mujer, Isolina, fue fundamental el apoyo que recibió de antiguos alumnos, como sus sobrinos Alfonso y Marisa, los pintores Pablo Basterrechea y José María Ramos, los arquitectos Jorge Hevia y Joaquín Aranda o el aparejador Eliseo Soto. En 1995 Luis Pardo decidió donar una cuidada selección de su obra al Museo de Bellas Artes y al Ayuntamiento de Gijón, en agradecimiento a las pensiones del Ayuntamiento de Gijón y de la Diputación Provincial que le habían permitido en su juventud estudiar en Madrid y en el extranjero. Tras esto continuó con su vida retirada hasta que falleció en su domicilio en el año 2000, dejando una obra que refleja los distintos rostros que la condición humana mostró a lo largo del siglo XX.