Viene de la página anterior

«La estación se levanta sobre un humedal, pivotada con maderos de roble que siguen ahí abajo demostrando que la gente sabía muy bien lo que hacía», explica Javier Fernández, director del Museo del Ferrocarril.

Gruesas paredes de piedra, revestida de ladrillo rojo, uno de los elementos que no fueron respetados en los trabajos de rehabilitación. «Por debajo de esta estación pasa un río y siempre sufrió un nivel freático muy alto», como se nota en las cicatrices de la piedra arenisca del edificio. Un caudal interno que fluye por el interior abovedado de una de las joyas de la estación, el suelo del andén, ese sorprendente rompecabezas compuesto por cientos de losas de piedra gallega, cada cual de distinto tamaño. Se conserva la mayoría, y las que fue preciso retirar fueron reemplazadas por otras de color gris oscuro, para que nadie se llame a engaño.

Entre la estructura de la marquesina (que tenía tripas de metal, posiblemente fundido en la Fábrica de Mieres, y cubierta de madera) y los equipamientos museísticos, el viejo edificio pasa más desapercibido de la cuenta. A lo largo de tantas décadas sufrió revoluciones internas de todo tipo. Lo que hoy son almacenes y oficinas del Museo del Ferrocarril fueron casas del personal ferroviario.

El edificio comenzó a construirse en 1871 -veinticuatro años después de que se pusiera en servicio el primer ferrocarril en España, el Barcelona-Mataró- e inaugurado tres años más tarde casi al mismo tiempo que la estación de Oviedo, también de primera categoría pero levantada con estilo arquitectónico radicalmente distinto.

En aquel momento funcionaba ya en Gijón la estación del ferrocarril de Langreo, abierta en 1852. Cuando se derribó a finales de los ochenta del pasado siglo era la estación más antigua de España. Ni eso la salvó de la dramática falta de concienciación hacia el patrimonio industrial asturiano.

La Estación del Norte se mantuvo porque los trenes siguieron llegando hasta que el plan de las estaciones ferroviarias gestó el impresentable aborto de la terminal en El Natahoyo, abierta en los años noventa y ya convertida en una ruina. La vieja estación gijonesa marcó durante muchas décadas el fin de la ciudad histórica, el límite entre el Gijón burgués y el Gijón obrero. De frente, la villa de siempre; de espaldas, los barrios de El Natahoyo, La Calzada y Jove, entre otros. Estación en el límite, nada que ver con la de Oviedo, instalada en el corazón de la ciudad y mantenida allí con muy buen criterio urbanístico.

Si nos situamos en el andén, de espaldas a las vías y de frente a la fachada principal, veremos claramente un cuerpo central, con decoración algo más destacada, y dos cuerpos laterales. Las paredes, de un color entre amarillo y crema, fueron históricamente rojas gracias al ya referido revestimiento de ladrillo que Javier Fernández quiere restituir (si no el ladrillo, por lo menos el color). La entrada principal del Museo del Ferrocarril es el punto donde se situaban, al aire libre, los topes ferroviarios. Entre ellos y la ciudad, apenas una valla rústica de madera de un metro de alto, tal como podemos contemplar en algunas fotografías históricas.

La vieja estación museo estará siempre ligada a la memoria de generaciones de gijoneses, usuarios del tren exprés que cubría el trayecto nocturno con Madrid. Aún persisten las lumbalgias causadas por los asientos de segunda clase.