Turón (Mieres),

Eduardo GARCÍA

Sobre la bocamina tapiada del 4.º de San Pedro hay una fecha en la piedra: 1891. Es como estar frente a la historia minera del valle de Turón. Es la bocamina más antigua de las documentadas en la zona, el vestigio más arcaico de un mar de venas subterráneas que recorren la comarca a lo largo de 25 kilómetros cuadrados. Minas en «pisos», unidas por trincheras y planos inclinados, conectadas entre sí por el interior, escenarios de casi siglo y medio de trabajo en la oscuridad. El paisaje minero del valle de Turón es una de las ocho joyas históricas del patrimonio industrial asturiano incluidas en la lista de las cien mejores referencias en España elegidas por el Comité Internacional para la Conservación del Patrimonio Industrial, entidad asesora de la UNESCO.

En Turón los pozos están cerrados, pero se respira mina. La Naturaleza se encarga de disfrazar el pasado, de taponar agujeros de explotaciones de montaña que convirtieron el valle en un queso gruyère negro como la hulla. En este valle llegaron a abrirse más de 400 bocaminas, y aún quedan localizadas unas 80. En los escenarios de aquella industria intensiva, lejos ya los ruidos de las vagonetas y los martillos, es fácil entender por qué las cuentas no salían (o por qué llegó el día en que dejaron de salir, para ser más exactos). Orografía difícil, comunicaciones enrevesadas... Pero el carbón lo impregnó todo: las aguas de los ríos (para mal), el carácter de las gentes (para bien), el fluir de la vida cotidiana. Y el paisaje.

Turón es un museo. O podría serlo. Un turonés de pro, el montañero Ángel Ortega, miembro del Foro Cívico de Medio Ambiente de Mieres, lleva seleccionados cientos de elementos mineros, muchos de ellos en ruinas o en peligro de estarlo. El caso más significativo es un fantasma llamado Pozo Santa Bárbara, con instalaciones abiertas y convertidas en el paraíso del yonqui. Desde las ventanas desnudas, a pie de carretera, se puede observar la envergadura abrumadora de la sala de máquinas. Santa Bárbara es una asignatura pendiente, quizá rehén de sus propias dimensiones, pozo sobre el que sobrevuelan planes que nunca llegan a concretarse. El castillete de Santa Bárbara, ahí en pie, dejó de funcionar en 1993 tras no pocas movilizaciones contra una muerte anunciada.

Hoy el valle cuenta con unos cinco mil habitantes, la cuarta parte de los que tuvo en los años sesenta, cuando las fábricas bullían. El patrimonio minero de Turón se deja ver en cada vuelta de carretera, en cada esquina urbana o rural. Para una mejor perspectiva, nada como dejar la localidad, superar el cementerio, subir hasta la bocamina de San Francisco, explotación dependiente del grupo San José, y contemplar a pocos metros Turón al completo, buena parte de esos 15 kilómetros lineales de valle que se funde con la montaña. Lo observamos desde la cabecera de uno de los múltiples planos inclinados de la zona, uno que iba directamente a ese pozo San José, el pozo local por excelencia, con su castillete rojo a orillas del río Turón.

Puede que no exista un lugar en España con mayor número de referencias mineras en tan escaso espacio. Casi todas son pasado y algunas hielan la sangre como el monumento a las víctimas de la represión fascista a pie del Pozu Fortuna. El escenario del horror tiene hoy aspecto y vocación de parque. Centro de interpretación, paneles que cuentan la historia, una lápida, unos versos de Montse Garnacho...

«¡Callái!

¿Sentís cantar el aire?

Sí, son nomes...»

La entrada al Pozu Fortuna está tapiada. Tiene fecha de 1934. El Fortuna y el Santa Bárbara se comunicaban desde el interior. A pocos metros se ve el edificio que fue polvorín minero para todas las explotaciones del valle. Desde allí al alto de La Colladiella hay una carretera sinuosa y empinada. La Colladiella la remata el monumento al minero y, bajo él, la primera mina imagen que con fines turísticos funcionó en el Principado. Hoy está abandonada desde que en los años setenta se decidiera su cierre.

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