Lo primero que recuerda Javier Llano de su padre es la barba: «Siempre con el mismo look, las gafas de sol... y la barba. Que pinchaba». Hombre de consejos: «Teníamos y tenemos muchas charlas, el canal de comunicación siempre está abierto. Una frase que dice con frecuencia es que el esfuerzo siempre tiene un resultado». La vocación madrugó en su caso: «Dibujaba bien, ganaba concursos... Cuando íbamos a las obras siempre decía lo mismo: yo quiero ser arquitecto. Coincidió mi vocación con la admiración que sentía por mi padre». En su infancia hay algún susto («una vez me tragué una moneda de 50 pesetas y si no es por mi madre me quedó allí, me salvó la vida»), pero mandan los momentos felices, como «aquellas Navidades en las que bajábamos las escaleras de casa siguiendo el rastro de Papá Noel y llegábamos al escenario de los regalos... Nunca olvidaré el año en que me trajo un circuito de coches, con volante que al girarlo desplazaba los vehículos con un imán». Como tampoco olvidará el día que supo la verdad sobre los Reyes Magos y Papá Noel: vaya disgusto. Si hay que escarbar para decir lo que menos le gusta de su padre, se queda con «el genio, las broncas por despistes en lo que él cree que es importante. Pero no le duran mucho».