Ha muerto Alfonso Nieto Tamargo, un asturiano excepcional. La noticia, aunque esperada, es extraordinariamente dolorosa: siento el corazón estrujado y el escozor en los ojos, como tantas y tantos. Cuando se acercaban los últimos sanfermines le anunciaron que las células cancerígenas se habían diseminado por su cuerpo. Hace unas semanas, después de aplicarle la terapia radiológica y la quimioterapia más adecuada, le dijeron que ya le quedaba poco tiempo. Alfonso Nieto, el profesor Alfonso Nieto, don Alfonso, sentía cierta fascinación por el tiempo: lo consideraba un tesoro, un don otorgado por Dios para quererle a Él, y para querer y ayudar a los demás. Por donde quiera que fuera dejaba la herencia de uno o varios relojes con su tictac, para recordar que los días, las horas y los minutos cuentan para invertir en valores sólidos e imperecederos. Por cierto que, como tenía un sueño profundo, durante muchos años utilizó los despertadores más ruidosos que podía encontrar.

Para mí, nuestro primer encuentro fue en 1957. Él decía que me conocía de antes, y aseguraba que había comido con nosotros en Trubia, en el pabellón que ocupó mi familia junto a la estación de El Vasco. Probablemente fue así, porque recordaba que, a mitad de comida, el estruendo de un cañonazo hizo vibrar los vasos, los platos y los muebles, y que los cristales de la ventana parecieron a punto de estallar. Nosotros estábamos acostumbrados a las explosiones que procedían de «el Probadero» de la fábrica de cañones, no muy lejos de la casa. No recuerdo aquella visita de Alfonso Nieto, quizá porque éramos muchos y había invitados con frecuencia a la hora del almuerzo.

En la primavera de 1957 lo conocí y frecuenté su casa en la calle Suárez de la Riva. No cambió mucho desde entonces, aunque tuviera que recurrir con frecuencia a un régimen hercúleo para controlar su peso. Era pulcro sin atildamiento, muy inteligente y extraordinariamente hábil en la argumentación, alegre, sereno, trabajador, generoso. Era un gran consejero, e imaginativo para proponer retos. Cuando le dije que pensaba comenzar los estudios de Derecho -él acababa de obtener una plaza como profesor adjunto de Derecho Mercantil- me propuso que aprovechara el verano para leer el grueso volumen de Rudolf Sohm sobre las instituciones jurídicas romanas, que leyera también un precioso ensayo del italiano Carnelutti, y que comenzara a estudiar inglés. Hice las tres cosas fiado en su indiscutible autoridad, aunque mis quince años me impulsaban a actividades menos esforzadas.

Fue Alfonso Nieto quien, al terminar mi primer año de Derecho, me informó sobre un Curso de Verano de Periodismo y Cuestiones de Actualidad que organizaba el Estudio General de Navarra (desde 1960 Universidad de Navarra), y me animó a participar en él. Aquel curso fue la prehistoria del Instituto de Periodismo, hoy Facultad de Comunicación. ¿Quién iba a pensar que, casi diez años más tarde, él iba a ser el tercer director del Instituto y primer decano de la Facultad? ¿Cómo podía yo imaginarme que catorce años más tarde me invitaría a ser docente en Navarra? Desde 1972, con algunos paréntesis, hemos sido colegas, y él ha sido casi todo: mi decano, mi rector, mi amigo.

Con la excepción de unos años que pasó en Madrid, en los que se convirtió en el primer catedrático de las entonces novísimas facultades de Ciencias de la Información -en cuyo reconocimiento académico, por cierto, jugó un papel decisivo, y salvando las temporadas que vivió en Roma, dedicado a la docencia en la Facultad de Comunicación Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, que contó con su orientación desde el primer momento-, Alfonso Nieto permaneció en Pamplona. Amó a Navarra, una tierra que recorrió incansablemente con su grupo de amigos entrañables y que conocía como los pasillos de su casa; y Navarra lo quiso a él: el Gobierno de la Comunidad Foral le otorgó la Cruz de Carlos III el Noble en 2009; siete años antes, la Universidad de Navarra lo había distinguido con su medalla de oro.

Siempre que he vuelto a Oviedo he procurado pasar por delante de aquella casa de Suárez de la Riva en la que tuve con Alfonso Nieto una conversación decisiva e inolvidable, pocos días después del que había sido para mí nuestro primer encuentro. Me recordó el episodio de Jesús de Nazaret con el tullido que llevaba muchos años esperando que alguien lo echara al agua cuando ésta se moviera en la piscina de los cinco pórticos de Jerusalén. «No tengo hombre», dijo el tullido. Alfonso me preguntó si estaba dispuesto a ser «ese hombre». Luego me dijo que hay pasos que parecen difíciles, porque si uno mira hacia abajo puede sentir el vértigo del abismo, pero que si mira al frente puede ver que, en efecto, no es más que un paso. Me convenció y lo di. Hoy Alfonso ha dado «el» paso definitivo, y la seguridad de que ha ido a gozar de su premio debería ser motivo de alegría; sin duda que lo es, pero es difícil olvidar los emocionantes versos finales ¡tan conocidos! de la elegía de Miguel Hernández a Ramón Sijé:

A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero.