Oviedo, Javier NEIRA

Los violines de Antonio Stradivari o Giuseppe Guarneri son de una calidad extrema. Unos han atribuido su excelencia a la dureza y homogeneidad de su madera, formada en los árboles durante la llamada Pequeña Edad de Hielo. Otros han especulado con la auténtica composición del barniz, cuya receta Stradivari se llevó a la tumba. También se ha considerado el tratamiento químico que recibían como factor decisivo. Nadie, sin embargo, dudó de su superioridad.

Nadie hasta que los investigadores Claudia Fritz, de la Universidad de París, especialista en acústica de instrumentos musicales, y Joseph Curtin, fabricante de violines de Michigan (EE UU), se plantearon el interrogante: ¿existe una diferencia apreciable entre los violines más caros del mundo y las mejores obras realizadas por los luthiers actuales? La respuesta es que no. Así lo han publicado en la revista «Proceedings of the National Academy of Sciences» después de un serio estudio.

El ensayo se realizó mediante la técnica del doble ciego. Partieron de seis violines: tres modernos, dos Stradivarius y un Guarneri. Los antiguos instrumentos italianos tienen un valor, en conjunto, de unos siete millones de euros. Cien veces más que los instrumentos modernos.

Para realizar la prueba invitaron a veintiún violinistas, con una experiencia profesional amplia y muy variada, de entre 15 y 60 años. Los instrumentistas los probaron y clasificaron siguiendo el ensayo de doble ciego: ni ellos ni los investigadores que les pasaban los instrumentos sabían de qué ejemplares se trataba.

Llegaron incluso a perfumar la habitación en la que se iban a realizar las pruebas para que no los pudiesen distinguir por el olfato. Les dieron alternativamente un violín antiguo y otro nuevo, escogidos al azar, y cada profesional debía decir cuál prefería tras tocar cada uno durante un minuto.

Y ahí saltó la sorpresa. Escogieron, de forma indistinta, los míticos violines italianos y los nuevos. Sólo se produjo una excepción: uno de los dos Stradivarius fue el que menos gustó a los violinistas.

En una segunda prueba, los violinistas dispusieron de más tiempo, ya que se les permitió disponer de 20 minutos para tocar los seis instrumentos y, además de clasificarlos en cuatro aspectos distintos, podían elegir cuál se llevarían a casa. Una propuesta meramente formal, claro. El preferido por los músicos fue uno de los violines modernos y, de nuevo, el peor clasificado, un Stradivarius. Sólo ocho de los violinistas -un 38 por ciento del conjunto- decidieron que uno de los instrumentos antiguos era el mejor.

Algunos expertos consideran que el principal problema del estudio, además del posible sesgo del fabricante Curtin, es el pequeño tamaño de la muestra, tanto de violines como de violinistas. Asimismo, siempre es difícil derribar un mito.

Miguel Fernández Gutiérrez, profesor de Acústica y Organología del Conservatorio Superior de Música del Principado de Asturias, indicó ayer a LA NUEVA ESPAÑA que «el problema es que a un intérprete que toca el violín el sonido le llega a través de la mandíbula y de ahí al cerebro, hay una transmisión ósea, que es la principal. Así las cosas, la cuarta cuerda del violín, la más gruesa y grave, interfiere de forma muy considerable. El intérprete recibe su sonido como un cañón. También ocurre algo similar, aunque con menos intensidad, con las otras tres cuerdas. Un violín irradia el sonido por la tapa, hacia arriba y también por el fondo. Ese sonido del fondo no lo percibe el violinista. Un oyente sentado en la sala sí lo percibe, por eso son distintas las sensaciones». El profesor Fernández Gutiérrez indicó, además, que sobre los Stradivarius existe un mito muy fuerte. «Fueron manipulados por el luthier que los coleccionó y casi monopolizó en el siglo XIX, para que de instrumentos barrocos pasasen a instrumentos modernos. Tienen gran calidad, pero es normal que un profesional no pueda distinguirlos de un buen instrumento moderno».