La «Suite en re menor» de M. Marais y la «Sonata en re mayor» de J. S. Bach se interpretaron sin solución de continuidad, antes de la «Suite Italienne» de Stravinsky, para completar la primera parte, en la que encontramos un cúmulo de razones interpretativas en lo que respecta a la distancia entre un Marin Marais, discípulo de Lully, o un Bach, y el propio Stravinsky -escrito con y griega y no como aparece en las notas con i latina, ya que si se encuentran diferencias en algunos nombres de compositores rusos al hacer la transcripción del cirílico, en el caso de Stravinsky no puede haber disparidad de criterio, puesto que el propio compositor estampaba así su firma-. La pulcritud no fue un deseo vehemente en la interpretación, más bien una posición equidistante que separa la interpretación de música escrita para viola de gamba y para otro instrumento como es el violonchelo. La belleza de la música de Marais fue transparente en este aspecto, se dejó adivinar y se comprende sin ambigüedad, lo mismo que en un Bach edificante en la praxis, propia de un intérprete virtuoso, aun incluyendo algunos efectos de golpes de arco posteriores a la época de composición de las obras, lo que realizado con criterio y mesura -y Queyras ha dado prueba de ambas- no resta belleza a la interpretación. Con la sonoridad del piano, quizá reforzada en exceso en algunos momentos por la utilización del pedal, ambos intérpretes crean una sonoridad mixta que no es -no puede ser- rigurosamente «historicista» -ni se pretende-, y que está plenamente asumida en el panorama concertístico actual. Con Stravinsky se armonizó y conjugó el papel del intérprete, tanto en el violonchelo como en el piano. Alexandre Thauraud y Jean-Guihen Queyras dieron la medida de intérpretes de primera línea, en una primera parte que resultó fría, no por la música sino por la temperatura ambiente de la sala, que propició algunas quejas.

El plato fuerte de la velada fue la interpretación de la «Sonata en la mayor» de C. Franck. La composición, extraordinariamente bella -originalmente escrita para violín y piano-, hace respirar el romanticismo que da prioridad al sentimiento con el encanto de una flexibilidad «afrancesada». La unidad motivita de la obra, que está presente en sus cuatro movimientos, es un factor de cohesión, un vínculo de unión entre sus movimientos que facilita también el vínculo con el oyente.

Jean-Guihen Queyras creó el ambiente necesario para el disfrute sin límites de esta obra. Entrega apasionada en la sonoridad, que centró en el registro medio. Es decir, en el romanticismo musical existe la convención -un reproche frecuente cuando se realiza vehementemente con obras, por ejemplo, barrocas- de incrementar la dinámica cuando la frase musical va hacia el agudo. Queyras, que definió con precisión cada nota, hizo «cantar» más el instrumento en su registro medio, aunque siempre claro y preciso a lo largo de todo el diapasón del violonchelo. La caja acústica del escenario a la mitad de su espacio funcionó, funciona, a la perfección en este concierto de cámara que ha resultado uno de los más espectaculares, por su hondura más que por su despliegue, de los escuchados en la temporada. El piano de Alexandre Thauraud fue la otra mitad del éxito en el planteamiento musical, perfecta compenetración y virtuosismo alado. Como propinas, «Nacht und träume» de Schubert y «Liebesfreud» de Fritz Kreisler.