Vi por primera vez a Juan Ramón hace décadas, ya bastantes, empujando con elegante manera y decisión la puerta giratoria de entrada al café Cervantes de Oviedo, en la calle Argüelles, sentándose luego, junto a otros, en tertulia de alboroto, a la derecha, mirando a la Escandalera. Todos aquellos señores me parecían muy mayores, él también, aunque no lo eran, equivocación natural, pues el que los miraba estaba estrenando el llamado «uso de razón». La largura de espárrago de Juan Ramón, su ceñido vestido a lo inglés (seguramente de Almacenes Botas), su preeminencia en el ruidoso guirigay le daban un no se qué de misterio, como de ángel o de fantasma. A los pocos años, volví a verlo, esta vez bajando la estrecha escalera interior que comunicaba un altillo con los talleres de LA NUEVA ESPAÑA en los bajos de la llamada Casa España, en la calle Asturias (Oviedo). Allí yo estaba pasmado ante la maravilla de la magia de la impresión del periódico, invitado por Paco Arias de Velasco, que era mi vecino de enfrente en la calle Campomanes. Volví a ver en aquellos talleres el no se qué de misterio de Juan Ramón.

Fue en los años ochenta, leyendo a Umbral, cuando caí en la cuenta: Juan Ramón Pérez Las Clotas, aquel personaje, que me intrigó desde mis principios y que permanecía grabado en mi mente, era un caballero dandi, un completo dandi y señorito, muy singular en aquellos tiempos tan singulares. Era todo un artista, que hizo también del periodismo un arte, con estrictas reglas morales y de las otras en su ser y estar, como corresponde a los de su categoría, tan infrecuente. En los años noventa, ya conociéndole (antes sólo lo había visto), al atribuirle el mérito del dandismo, nunca me lo negó o rechazó, respondiendo con inteligencia, humor y risas de dandi, o sea, de forma estentórea y ostentosa. Por eso, le dije, que había muy bien entendido el consejo del también periodista César González Ruano: «Ahora procure usted que le difamen. ¡No hay tiempo que perder!».

Desde que conocí a Juan Ramón (años noventa), no dejé de admirarle con cariño, «cosa» realmente deseada y desgraciadamente difícil; era buen escritor con mucho olfato, pues sabía ver y escuchar, escuchaba mucho; quiso, con calidez demostrada, a los que le rodeaban. Por haber hecho de su profesión un arte amó a su periódico, LA NUEVA ESPAÑA, como un padre a un hijo, fiel entre fieles y hasta los últimos momentos, habiendo tenido la gran suerte de sentirse querido por periodistas de ese medio (esto, desgraciadamente, no es frecuente), periodistas que durante el dramático proceso de continuas pérdidas en los últimos años -que eso es la ancianidad- fueron tapando los agujeros que abría la vida que escapaba. Jamás la polémica política se interfirió enfriando o distanciando amistades; a todos sus amigos quiso con independencia de sus juicios o prejuicios políticos, no poniendo o quitando etiquetas; de ahí el respeto y la admiración.

La condición de Juan Ramón de maestro y de amigo de bastantes creó dependencias, a mí también. Escuchar el relato de vivencias suyas, que fueron muchas, resultaba aleccionador. Sus juicios, por ejemplo, sobre la Revolución de los Claveles (la vivió en Portugal), tan importante para entender la transición española, aclararon algunos intríngulis. Me interesaron, en particular, sus amplios conocimientos e informaciones sobre personajes importantes, como Pedro Sainz Rodríguez, Cela y otros escritores de aquella España. Su análisis sobre mis escritos era el más esperado y definitivo, que analizaba con precisión de relojero, detector de «maldades», y que criticaba con rigor, no exento de cariño. Por haber aprendido tanto, me siento hoy uno más de sus muchos aprendices. Y eso se acabó. Queda la memoria, siempre viuda.

Si Juan Ramón (JuanRA) empezó con la tertulia del Cervantes en Oviedo, su última tertulia fue la del hotel Asturias, los viernes, aquí en Gijón; tertulia esta de integrantes variopintos, por ser muy varios y pintos distintos. Este viernes, al final de la reunión, sonarán, con especial emoción, las dos palabras con las que Juan Ramón siempre ponía el fin optimista y alegre: «Plurimam salutem».