Hace muchos años el premio Nobel turco Orhan Pamuk soñó que podía crear un museo como los que veía en Europa, pero tenía que ser raro, ni siquiera extraordinario, tenía que ser raro e insólito. Y se puso a pensar en una historia de amor que sería al mismo tiempo el objeto (objeto: con todas las consecuencias) de un museo. Y desde este viernes en Estambul, en el mismo centro de su inspiración literaria, Pamuk, que quiso ser pintor, alza el Museo de la Inocencia.

La novela de la que parte este museo verdaderamente insólito tiene el mismo título, «El Museo de la Inocencia»; fue publicada en 2008, pero fue pensada mucho antes, al tiempo que el tozudo escritor turco imaginaba cómo el enamorado (Kemal en la novela) se apropiaba de objetos durante las innumerables visitas nocturnas que hacía a la casa de su prima y amada Füsun.

Pamuk contó en un hotel cerca del museo cómo lo fue haciendo. Los objetos son reales, y son de la época en que sucede esta historia de amor en Estambul: desde 1975 al final del siglo XX. Ver estas estanterías de cajas maravillosas en las que Pamuk y su equipo de colaboradores (artistas, arquitectos, especialistas en museística) han recreado minuciosamente el contenido del libro (y de la pasión que describe) traslada la impresión melancólica que deja la novela. Pero Pamuk dice que una cosa y la otra son posibles: el museo puede verse sin leer la novela, y la novela puede leerse sin ver el museo. «La novela es el arte de imaginar; los museos son el arte de ver».

Es un trabajo apasionante que a él lo quitó de la ficción un buen rato, antes y después de que recibiera el Nobel en 2006. No se sabe (no lo quiso decir) cuánto le costó comprar el edificio (en el mismo barrio donde ocurre la novela y casi todos sus libros) ni cuánto tuvo que desembolsar para comprar los innumerables objetos, «pero me ha hecho tan feliz que sólo por esa felicidad mereció la pena todo el sacrificio».

Se le veía feliz, pero, como siempre, serio, reconcentrado, consciente de haber hecho algo raro, y celebrando «que todos ustedes, periodistas de todo el mundo, le presten tanta atención». Y es que el museo (como lo fue la novela) es un imán que seguramente atraerá a Estambul a mucha gente interesada «por una historia de amor humano que nos puede pasar a todos nosotros», pero que él ha contado con una fuerza que trascendió la pura literatura para convertirla en un sueño de rara encarnadura.

Aquí, en el museo, está la versión física de la melancolía: las colillas de los cigarrillos que consumió Füsun mientras Kemal la contemplaba feliz, la taza de café donde ella posó sus labios, las cucharillas, los zapatos, los relojes que había en la casa donde él iba robando uno a uno esos objetos para hacer el museo que ahora le tocó hacer, en la realidad, a Orhan Pamuk, ficticio depositario de las confidencias de Kemal.

Es un espacio sobrecogedor; un periodista turco dijo que daba la impresión de haber sido construido dentro de un submarino. Es un edificio angosto, tres pisos de contenido abigarrado, de escaleras estrechas, repleto de cajas «hermosísimas», como dice Pamuk, que contienen capítulo a capítulo lo que la novela deja que la mente imagine, pero que aquí alcanza estado sólido. Este esfuerzo le ha tomado «un tiempo muy largo y a veces doloroso, que he detraído de mis novelas; pero la literatura es eso, desde Víctor Hugo a Strindberg: escribir porque sí, porque uno tiene esa pulsión de contarlo para decir que lo ha contado, no se espera otra cosa. ¿Y el museo? Es la prolongación de ese deseo».

Pamuk dice que mientras lo hacía, como cuando escribía, «escuchaba la música que hay en mi interior». Esa música hizo que su novela ahora más famosa se convirtiera en un contenedor de emociones melancólicas que siempre están al borde del abismo que significa el amor. Y el museo es el abismo mismo; en todas las escenas que el museo va reconstruyendo hay esa sensación de que la felicidad que busca el enamorado se va a esfumar porque dura «unos segundos». En todas las escaleras se escucha esa música que Pamuk sentía, lo que pasa es que aquí no se traslada con palabras, sino con objetos, y eso convierte en insólito y raro el sueño en el que se empeñó, con verdadera pasión turca, el autor de dos museos de la inocencia, el escrito y el físico, el que ahora se puede visitar con los ojos.