Para los anglosajones un picnic es la expresión informal de la felicidad. Si me lo permiten, ahora que se ha estrenado Hyde Park on Hudson, una película que lo recrea, contaré algo sobre el que probablemente haya sido el picnic más decisivo de todos los tiempos. Una comida campestre que ayudó a cambiar el rumbo de la historia y en la que fueron protagonistas los perritos calientes.

Si el picnic invita a la familiaridad, el hot-dog, esa salchicha de tipo Frankfurt que tradicionalmente se come en un bollo acompañada de ketchup o de mostaza, cebolla frita, pepinillos o col, ha contribuido a largas tardes de camaradería en los estadios de béisbol desde el día en que, a principios del siglo pasado, Harry Mozley Stevens empezó a venderlas en el Polo Grounds durante los partidos de los Giants que entonces jugaban en Nueva York. Sin embargo, nadie pensó que el popular perrito podía llegar a ser tan importante hasta que no saltó a los titulares del «Washington Post» y del «New York Times» con motivo de una relajada reunión familiar que sirvió para decidir el futuro de la Segunda Guerra Mundial e inclinarlo del lado de los aliados.

A estas alturas y después de haber sembrado todas las pistas probablemente sepan que con el famoso picnic sólo puedo referirme al que en junio de 1939, con la contienda europea a apenas tres meses de librarse, disfrutaron los Roosevelt y sus invitados, los reyes Jorge VI e Isabel, en Hyde Park, la casa de campo de sus anfitriones la familia presidencial americana.

En un mundo que empezaba a desgarrarse por causa del nazismo y del fascismo, los monarcas británicos llegaron a Estados Unidos rodeados de gran expectación y entre fuertes medidas de seguridad. Gran Bretaña era el aliado europeo de los americanos y éstos sabían que su papel sería trascendental en el caso de que estallase una guerra y Hitler llevará adelante sus ideas expansionistas. En Nueva York durante una reunión de lo más informal, la que Eleanor Roosevelt y su imperiosa suegra Sara Delano Roosevelt idearon para recibir a la familia real británica, se sentaron las bases de una cooperación que valdría en el futuro para mantener al Reino Unido a flote hasta la entrada de Estados Unidos en la guerra.

Hyde Park, Nueva York, fue el lugar elegido para celebrar el encuentro. Alguien habló de redecorar el caserón, nada acostumbrado a las presencias reales, para recibir a los monarcas, y Sara Delano se opuso a ello taxativamente. De antemano, los asesores presidenciales se habían encargado, no obstante, de poner en marcha los preparativos que hiciesen de la visita un fin de semana singular para «gente normal». La idea era un día de picnic y Eleanor Roosevelt contribuyó a darle a la jornada un sentido cultural de carácter étnico con cantos espirituales de negros y bailes de nativos. El alcohol elevó la disputa entre nuera y suegra hasta límites insospechados, ya que la madre del Presidente se dedicaba a esconder las botellas para contrarrestar la afición de su hijo a los cócteles. Las mesas se distribuyeron por el jardín, y en la fiesta participaron las familias y los empleados. Incluso algún vecino, no dispuesto a perderse la ocasión de estar cerca de los reyes británicos, buscó la oportunidad de colarse en ella.

Pero la guinda de aquella comida campestre, en la que nada aparentaba realmente lo que era, fue la salchicha dentro del pan que Franklin D. Roosevelt le ofreció a la reina inglesa en una bandeja de plata. Isabel le preguntó cómo se comía un perro en un bocadillo y el Presidente le respondió: «Muy sencillo señora sólo hay que llevarlo a la boca y empujarlo hasta que desaparezca». Sus majestades empezaron a preguntarse por qué las cosas no funcionaban de manera más distendida en aquel mundo que atravesaba sus horas más oscuras. Más tarde, ante la chimenea de la vieja casa, Roosevelt le prometió al rey que Estados Unidos empujaría a los nazis hasta volatilizarlos en el momento que se atreviesen a bombardear Londres.