Paseando por Prati, el barrio residencial de amplias calles y generosas aceras, al lado del Vaticano, en busca de un restaurante o una trattoria donde comer, más de una vez me tentó seguir los pasos de algún prelado valorando la posibilidad de que me llevasen a buen puerto. La fama que tienen los cardenales de saber elegir con esmero los placeres de la mesa no es infundada. La expresión boccato di cardinale, para referirse a un bocado exquisito, no existe por azar. La curia romana siempre se ha defendido con soltura en materia gastronómica, tanto privada como públicamente.

Quienes hayan visto Habemus Papam, la película de Nanni Moretti, recordarán cómo los cardenales reunidos en cónclave eligen al cardenal Melville, magistralmente interpretado por Michel Piccoli, que a regañadientes acepta la propuesta. Sin embargo, en el momento de bendecir a la multitud que lo vitorea en la Plaza de San Pedro, en vez de permanecer en el balcón, corre a encerrarse en sus habitaciones. Los cardenales no saben muy bien cómo manejar una situación que jamás se ha producido en el Vaticano. Melville, confuso, en estado de choque, sólo encontrará la paz mezclándose en la calle con el resto de los seres humanos, algo que no le pasa desapercibido. Encuentra, por ejemplo, la felicidad en un bar delante de un capuchino y uno de esos bollitos a la crema que tan bien saben preparar los romanos.

Ha habido, desde luego, papas más golosos que otros -a Benedicto XVI le vuelven loco los helados-, pero la relación que han tenido con la comida por lo general ha resultado un punto sorprendente. Juan Pablo II era un hombre austero en la mesa, se contentaba con los platos sencillos de la cocina polaca. Han contado por ahí que con motivo de la cena homenaje tras su coronación, se dirigió a sus más estrechos colaboradores para decirles que con algo de pasta y pizza hubiera bastado. No obstante, años más tarde, tendría la oportunidad de agradecer personalmente una trufa blanca del tamaño de una patata que le enviaron desde Alba unos devotos piamonteses. El Santo Padre dijo en aquella ocasión que era el mejor regalo que le podían haber hecho, dejando sumidos en la confusión más absoluta a quienes lo tenían por un Papa de apetitos frugales y simples.

La Iglesia católica ha mantenido, sin embargo, desde sus inicios un lugar celestial para los papas gourmets. Por ejemplo, en el lejano siglo XIII en la corte de Roma se tomaba langosta trufada y los deliciosos huevos benedictinos sobre lecho de bacalao eran un capricho de Benedicto III, a quien se atribuye incluso la receta. Durante más de veinte siglos, la cocina vaticana ha brillado por su excelencia y, por encima de cualquier moda, allí se ha comido lo mejor de lo mejor. La primera prueba que tenemos de ello está en Bartolomeo Scappi, el más famoso cocinero del Renacimiento, restaurador de estómagos de obispos y papas, y autor de Opera, uno de los mejores libros de la época, que sentó las bases de la moderna cocina y que, si no me equivoco, publicó hace unos años en versión española la editorial gijonesa Trea en un voluminoso tomo. Pío V bautizó a Scappi como el «Miguel Ángel de la cocina». Seguramente muchos de los grandes chefs tengan una gran deuda con él; Alberto Cappati y Massimo Montanari lo citan más que a cualquier otro cocinero o gastrónomo, incluido Artusi, en La cocina italiana (Alba, 2006), un documentado recorrido histórico por la alimentación y la cultura del buen gusto.

Lo que sabemos de Scappi nos llega precisamente a través de su obra. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento y se sospecha que su muerte se produjo en torno a 1570. Hay quienes sostienen que vino al mundo en Bolonia, otros aseguran que en Venecia o en Varese. En fin. Tuvo a su cargo, eso sí, poderosas cocinas en una época en que los banquetes eran la mejor muestra del poder de la nobleza eclesiástica. Sus platos sirvieron para honrar embajadores y cerrar tratados comerciales. En el Vaticano empezó sirviendo al cardenal Lorenzo Campeggi y acabó sus días como cocinero privado del Papa Pío V.

Opera es un compendio de sabiduría renacentista. Aporta decenas de soluciones culinarias, innumerables listas de platos, técnicas exclusivas relacionadas con la conservación de alimentos, ideas para organizar banquetes, conceptos dietéticos y de higiene. Scappi es, en este sentido, un verdadero pionero, se dio cuenta ya entonces de que los alimentos sujetos a unas condiciones específicas de salubridad aumentan el bienestar y la calidad de la vida. Insiste en que el ambiente donde se manipula y cocina la comida debe ser, en la medida de lo posible, limpio y ordenado. Desde el punto estrictamente técnico, fue un verdadero profesional; utilizó los primeros productos que procedían de América y a él se deben muchas de las aplicaciones prácticas, que todavía están vigentes en la restauración moderna. El enharinado y el empanado, por ejemplo, pero también la estanquidad de la carne blanca y roja antes de cualquier cocción. Sus recetas vislumbran el salto que se produce desde la cocina de la Edad Media. Si entonces la tendencia era la caza de pelo y de pluma, Scappi sugiere por primera vez el uso de la carne de ganado y de granja en los menús y en los banquetes.

No sólo el papado de Roma y la curia vaticana se han rendido a los grandes placeres de la mesa. En Aviñón sucedió otro tanto con el vino. El Châteauneuf-du-Pape aplacó la proverbial sed de aquellos papas que en el siglo XIV huían de los calores buscando la sombra. Todos ellos, los siete, desde Clemente V hasta Gregorio XI, impulsaron el desarrollo de la viña y favorecieron el vino. El rigor y la constancia en la producción hicieron después que el Châteauneuf se convirtiera en el ejemplo que inspiró las AOC en Francia y la noción de terroir. De hecho, fue el vino de aquel papado que acabó en bronca el primero que obtuvo esa delimitación parcelaria o denominación de origen en el país vecino.