No creo que requiera traducción: «La vita, o si vive o si scrive», certificó Luigi Pirandello. Gabriele D'Annunzio la escribió y la vivió. Y de qué manera. En la Roma fin de siècle, ejerciendo como reportero de sociedad, se forjó la imagen de poeta arribista, devoto del lujo, que posteriormente cultivaría nuestro César González Ruano.

En enero de 1982, recién llegado de Pescara, D'Annunzio era un joven de provincias, de apenas veinte años, en el lugar adecuado y en el momento oportuno, cuando en la gran urbe la decadencia clásica empezaba a ceder ante la modernidad, como explica Amelia Pérez Villar, responsable de la edición de Crónicas romanas, que ahora edita Fórcola. Le perseguía como ideal de belleza la imagen de los angelotes del púlpito de mármol, esculpido en bajorrelieve por Donatello, que había visto por primera vez siendo un adolescente en una de las esquinas exteriores de la catedral de Prato. Al igual que la ciudad toscana que vio nacer a Malaparte, otro dandi que no encontraba mayor placer que quererse a sí mismo, D'Annunzio jamás dejaría de sentirse iluminado por ellos. Que lo iluminasen no significaba que lo inspirasen, como más tarde se encargarían de demostrar algunos de sus pasos miserables por este mundo: entre ellos las relaciones con el fascismo y con Eleonora Duse, la amante de la que llegó incluso a revelar los secretos de alcoba.

Con apenas veinte años, el autor de El inocente practicaba una especie de dandismo decoroso, pulcro y atildado que le permitía cortejar a los nobles, las damas y venerar los rituales de la sociedad romana. Firmaba con seudónimos en varias publicaciones, «Cronaca Bizantina», «Fanfulla della Domenica» y «La Tribuna"», y sus artículos cortesanos y, a la vez, chismosos adquirirían enseguida notoriedad. Merodeaba de manera inagotable por los salones sociales, las carreras de caballos y las competiciones de esgrima, acudía a conciertos y exposiciones artísticas. Roma era una quinta familiar, el marco ideal para el chisme, la ciudad donde la nobleza decadente se defendía frente a la invasión de una burguesía de nuevos ricos en constante crecimiento. Como pequeño burgués que era, d'Annunzio entendía que sólo frivolizando el reporterismo en busca de sensaciones nuevas podía penetrar en el mundo que se le negó y obtener cierta dignidad literaria vendiendo una mercancía de interés para lectores fuera del circuito de la nobleza romana y advenedizos. Y, de paso, hacer amistades, piropear a las damas y hasta ligar.

No se perdía las carreras de Villa Glori o Capannelle, el desfile de carrozas de la Via del Corso, la sala de estar de Crispi's. Frecuentaba también la espuma literaria de los cafés, Nazari, Doney, el Greco, etcétera, pero sus mejores descripciones pertenecen a los garden parties. Guantes, satenes, perfumes? A su alrededor la belleza de las mujeres no encontraba motivos para languidecer gracias a los piropos del cronista cortesano. Todo lo olfateaba y todo se pegaba en él como si tratara de uno de esos papeles matamoscas.

Lo mismo declaraba su amor ardiente a la toilette negra de una duquesa, a través de unas líneas en «La Tribuna», que describía el sugerente envoltorio de la esposa del primer ministro de Brasil: «Por detrás, en el lado derecho, la túnica iba abierta y dejaba ver el tejido de la falda, de moiré en tono absinthe, que formaba un gran pliegue. El borde de la falda se veía aparecer bajo la túnica. El corsage de étamine, forrado de moiré, llevaba una capa corta adornada con una tira de grelots. El conjunto era una maravilla de elegancia y finura, como pueden ver. Quiero decir, como seguramente no pueden ver». Se acercaba el verano y se diluía la primavera en las fiestas de jardín, para la fine fleur, de la condesa Bruschi o de la señora Antonini-Díaz, esposa del ministro del Uruguay.

«Roma me ha vencido», llegó a declarar el cronista exhausto de damas, muebles, fuentes, jardines, plazas, iglesias y pequeñas páginas. Para entonces y con el tren de vida que llevaba ya había empezado a acumular las deudas que harían de él un personaje doblemente insoportable.