Vincent van Gogh vagabundeó por media Europa buscando destino, oficio y amor, pero no fue hasta los 30 años, en la casa paterna de Nuenen, en el sur de los Países Bajos, cuando vio la luz y pintó su primera gran obra maestra. Un viaje a los paisajes, las casas y las calles que ‘el Loco del pelo rojo’ inmortalizó en su Brabante natal, ahora que se cumplen 125 años de su muerte.

El limpiacristales, el lavavajillas, el suavizante de la ropa, el desatascador de tuberías, la lejía del váter y unas cuantas botellas más de detergentes varios. Botes verdes, amarillos, grises y azules formando un bodegón aséptico que asoma por el alféizar de la ventana. Destellos de una naturaleza muerta sin gracia en una casa que, sin embargo, albergó episodios únicos. Número 26 de la calle Berg, código postal 5671, Nuenen, Brabante, Países Bajos. En la puerta (no se hagan ilusiones), un cartelito que no da pie a la duda: “No se permiten visitas. ¡No llamen al timbre!”. Las cortinas blancas están corridas, y el interior es lúgubre. Una negrura que no impide que, cada año, decenas de miles de visitantes se paseen ante esta fachada, rodeen el caserón, espíen el jardín por las rendijas de la valla de madera buscando una señal, un rayo de luz, una huella dejada por su inquilino más insigne y más desgraciado.

Vincent Willem van Gogh (1853-1890)respiró unos pocos meses de felicidad en la casa Parsonage y alrededores. Convivió con sus padres en son de paz y se enamoró de una chica que también le amaba. Fue un espejismo, como el sueño agradable que se paladea poco antes de despertar, un toque dulce en la atribulada biografía del genio incomprendido. Van Gogh, tal vez el pintor más reconocible del mundo, murió hace 125 años en Auvers-sur-Oise, cerca de París, y los cuatro costados de Europa se han lanzado a celebrar la figura de un hombre sumido en su laberinto pasional, cuya obra no tiene parangón. Teniendo en cuenta que la existencia de Vincent estuvo marcada por un desequilibrio emocional constante, por la provisionalidad de los oficios que buscó y los lugares que habitó, y por el hecho de que sólo pintó los últimos diez años de su vida, su legado es digno de ocupar una de las furiosas constelaciones con las que incendió el cielo de sus telas.

El recuerdo de Van Gogh está diseminado en cada una de sus obras y en cada uno de los paisajes por los que vagabundeó a veces sin pena ni gloria, y en algunas ocasiones de fracaso en fracaso: Londres, París, Dordrecht, el distrito minero del Borinage (Bélgica), Bruselas, Amberes, Arles, Auvers. Siempre de oficio en oficio: marchante de arte, librero, predicador, cuidador de enfermos y desvalidos. Siempre de amor en amor: Eugenie Loyer, la hija de su casera en Londres; su prima de Etten, la viuda Kee Vos; Sien Hoornik, una mujer de la vida en La Haya, embarazada y abandonada, que se convirtió en su modelo y compañera; Rachel, a quien le dejó la media oreja que se rebanó en Arles con la nota “cuida bien de esto”; Margot Beggemann…

Van Gogh conoció a Margot en Nuenen, en la casa de la ventana donde hoy languidecen los botes de limpieza. La vivienda que se sigue destinando desde hace siglos al pastor protestante de la localidad. El padre de Vincent había conseguido allí un empleo de predicador en un pueblo casi enteramente católico, y Vincent, ya con la pintura en la cabeza tras muchos rodeos profesionales, volvió con los padres a los 30, igual que les sucede hoy en día a muchos jóvenes. Allí conoció a Margot, su vecina: “Creo ciertamente, sé ciertamente que ella me quiere y que yo la quiero”, escribió el artista. Se prometieron, pero los padres respectivos torpedearon la relación. Ella intentó suicidarse con veneno, y el bello castillo en el aire se desvaneció.

Nuenen, cerca de Eindhoven, es un museo Van Gogh al aire libre, pero por suerte no es un parque temático. La casa donde vivió sigue intacta, los setos que pintó, algunos árboles, la capilla donde su padre predicaba (y que Van Gogh reprodujo como regalo para su madre) sigue erguida.

Lo que ha desaparecido es el cuadro original, robado hace unos años. También se conserva el edificio de la vieja estafeta de correos adonde le llegaba la correspondencia de su hermano Theo, eterno confesor de Perro Salvaje, mote despectivo con el que se conocía al pintor de Noche estrellada.

“‘Ahí viene de nuevo el estúpido ese’, decían en el pueblo cuando le veían llegar de dar un paseo o de pintar a los campesinos de los alrededores”, relata Frans van den Bogaard, cicerone y experto en la figura de Van Gogh durante su estancia de dos años (1883-1885) en Nuenen. “No sólo es el periodo más largo que estuvo en un lugar, sino también el más prolífico. De las 2.205 obras que se atribuyen al pintor, 551 están pintadas aquí”, revela. Que Van Gogh no fuera precisamente popular puede ser comprensible en una localidad con 2.500 católicos y 100 protestantes. “Hay que pensar que iba desaliñado, mal vestido, con la barba… y que además era protestante. Sin embargo -cuenta Van den Bogaard-, aquí pintó su primera obra maestra, Los comedores de patatas”. Los retratados eran la familia De Groot, cuya casa aún se conserva. “Está allí”, señala con la mano. Es inquietante comprobar hoy en día que los senderos, molinos, la avenida de chopos Broekdijk, la casa y taller del tejedor Pieter Dekkers pintados en los dibujos y esbozos de Van Gogh de 1885 permanecen casi intactos 130 años después.

Van Gogh sólo vendió un cuadro en vida, fue a la hermana de un amigo. ‘La vigne rouge’ costó 400 francos de la época, 1.500 euros ahora. Hoy podría costar unos 150 millones

Carril bici que se ilumina de noche y reproduce el cielo de La noche estrellada

En la lista se incluye el molino Opwetten, convertido en un restaurante (el menú Van Gogh consta de sopa de patata, pollo y un pastelito dame blanche) situado a muy pocos metros de una de las grandes atracciones del año Van Gogh en el que participan el Reino Unido, Países Bajos, Francia y Bélgica. Festivales, ferias florales con profusión de lirios y girasoles, reestrenos de películas restauradas (El loco del pelo rojo de Minelli, con Kirk Douglas) y, por supuesto, exposiciones son algunos de los actos organizados. Tal vez el más original sea pedalear, o simplemente pasear, por un carril bici especial que se ilumina gracias a un sistema de piedras fluorescentes incrustadas en el pavimento y que cuando llega la noche reproduce el cielo de La noche estrellada, el cuadro de Van Gogh colgado en el MoMA de Nueva York. La pista ciclable iluminada, además de ser un homenaje al pasado, es, apunta Bart Willems, uno de sus responsables, “un camino para iluminar las autopistas del futuro sin la necesidad de utilizar tanta electricidad”.

En Holanda, casi cualquier autopista o sendero lleva a Van Gogh, o bien a sus pinturas o a sus desventuras. Nuenen, Den Bosch, Zundert, Etten-Leur. En Amsterdam, el museo que lleva el nombre del artista (y que está controlado por una fundación de la familia) es uno de los imanes museísticos más importantes del mundo, y en hora punta hay codazos para ver todos los cuadros de Vincent, con barba, sin barba, con gorro de paja, con oreja, sin oreja, triste o muy triste. El crítico de arte Hans den Hartog Jager apunta que si el artista dejó para la posteridad tantas telas con su imagen no era por una cuestión de ego, sino más bien por su habitual aislamiento y la falta de dinero para pagar modelos. No hay mal que por bien no venga.

Así, el genio de Van Gogh tiene muchos semblantes diseminados por otras ciudades. En el imponente museo HetNordbrabants de Den Bosch, territorio de otro genio, el Bosco, sus paredes exhiben cuadros de las primeras épocas, con colores más tenebrosos, de Van Gogh, esta vez con barba frondosa y pipa. Sin embargo, es en Ötterlo, un lugar remoto en medio del Hoge Veluwe, un parque natural de 900 km2, más al norte del país, donde se puede admirar la segunda colección más importante de obra del artista postimpresionista en todo el mundo y sólo por detrás del museo de Ams­terdam. En total, 88 cuadros y 182 dibujos que la mecenas Hellene Kröller-Müller fue coleccionando a lo largo de su vida. Algunas de las telas más icónicas del pintor holandés reposan entre esas paredes: Los comedores de patatas, La Berceuse, el Puente de Langlois o el irrepetible Place du Forum.

“La señora Kröller-Müller tuvo ojo, vio una oportunidad antes que nadie y compró el primer cuadro, un paisaje de árboles cerca de Nuenen, por unos 200 euros de hoy en día”, ilustra Angeline Bremer, del museo de Otterlo. Con el tiempo y, durante las siguientes cuatro décadas, la colección fue aumentando, y la duquesa acudió a los bancos para que le financiaran las compras. Su fondo artístico alcanza las 20.000 piezas de casi cualquier autor que se pueda imaginar. Pero su primera gran obsesión fue Van Gogh, con cuya obra se familiarizó en 1907, muchos años después de que el artista hubiese muerto en la noche del 28 al 29 de julio de 1890, como consecuencia de las heridas que sufrió seguramente al dispararse (aunque nunca se halló arma alguna). En mayo de 1912 Helene Kröller acudió a París con su marido y sólo ese mes compró quince telas de Vincent. Al final de ese año había adquirido trece más.

Helene Kröller-Müller reunió 270 obras del artista a lo largo de 40 años; su colección de Van Gogh, la segunda más importante del mundo, se puede admirar en Otterlo

“En el museo se pueden ver obras primerizas y otras más desconocidas, junto con iconos muy reconocibles”, apunta Angeline Bremer. En efecto, el Van Gogh más desconocido se halla en el Kröller Müller, trazos y colores que no verá impresos en pósters, tazas de café, alfombrillas para el ratón de su ordenador, imanes para la nevera, bufandas, paraguas… El hombre peleado con la realidad, atormentado por la soledad, empapado de melancolía (“la tristesse durera toujours”, la tristeza dudará siempre, le dijo a su hermano Theo a modo de despedida), se convirtió en una multinacional que bate récords en las subastas y llena museos y tiendas de souvenirs. “La gente paga un montón de dinero por una pintura si el artista que la hizo ya está muerto. Los pintores que están vivos quedan al fondo de la tienda, en segundo plano”, escribió Vincent a su hermana Lis desde Arles. Premonición de lo que pasaba con su obra. Nadie la compraba.

En realidad, el pintor holandés sólo vendió una obra en vida y a pocas semanas de morir. La pintora impresionista belga Anna Boch (de la familia de ceramistas de Villeroy Boch) adquirió en 1890 La vigne rouge, tela pintada dos años antes. Boch había conocido a Van Gogh en la casa amarilla de Arles a través de su hermano, Eugene, a quien el artista retrató en el cuadro El poeta. La pintora quería erigirse en mecenas de artistas desconocidos y apreció el talento del holandés que solía mantenerse con las aportaciones de su hermano Theo. A Anna Boch, el cuadro le costó 400 francos de la época, unos 1.500 euros de ahora. El cuadro puede admirarse en el Museo Puschkin. Hoy en día, el precio de salida, en caso de venderse, no sería inferior a 150 millones. “A veces creo que la noche está más llena de color que el día”, dejaría escrito Van Gogh. Su noche llegaría poco después de esa compra. Hoy todo el mundo celebra su sol, su luna y sus estrellas.