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Comidas y bebidas

Paseo por el château riojano

La bodega de Marqués de Murrieta JUAN RIVERO

Los colores del otoño resplandecen sobre el viñedo en vaso de finca Ygay, a poco más de un kilómetro de Logroño por la N-232. Allí se encuentran las legendarias bodegas de Marqués de Murrieta, un château riojano, entre las sierras de Cantabria y de la Demanda, cuyos pagos reciben influencia atlántica y mediterránea. Un poco más allá, alejado, detrás de una chopera, fluye el Ebro. Pese a que el viento no deja de soplar, a veces de manera algo molesta -sin viento no hay viña- el paseo entre las cepas de tempranillo, mazuelo, graciano, garnacha, cabernet sauvignon y viura, resulta de lo más agradable. Parece como si uno caminara al encuentro con la vida y de paso saludara a la historia.

La bodega, que en su día construyó el duque de la Victoria, atesora vino desde 1852. Se puede decir, por tanto, que se trata de la primera propiedad vinícola de La Rioja. Esta es la copla: Luciano Murrieta, nacido en Arequipa (Perú), elaboró los primeros vinos, además de ser el primero en exportarlos fuera del territorio nacional. Nombrado marqués por el Rey Amadeo de Saboya, viajó a Burdeos para aprender las técnicas de vinificación y enseguida aplicó el concepto bordelés en la finca Ygay donde mandó construir un vistoso castillo. En 1983, Vicente Cebrián Sagarriga, décimo conde de Creixell, actualizó la bodega pasando posteriormente el testigo a su hijo, Vicente D. Cebrián-Sagarriga, que lleva junto con su hermana Cristina la gestión de la bodega, acompañados de un joven pero experimentado y talentoso equipo. Este Escorial riojano del vino encierra, además de una valiosa colección histórica, del orden de 12 millones de botellas envejeciendo, de las que salen 1,2 millones al año, un 70 por ciento para la exportación: Estados Unidos, Reino Unido e Inglaterra son los principales clientes.

Las uvas de Marqués de Murrieta, destinadas exclusivamente a la elaboración de vinos de reserva y gran reserva, proceden de treinta pagos, unas 300 hectáreas, magníficamente distribuidas en un suelo de aluvión, bellamente señalizadas y delicadamente cuidadas. La viña es sagrada en finca Ygay.

María Vargas, enóloga de la bodega, explica en compañía del director comercial, el espíritu que anima a la casa, que ha tratado generación tras generación de imprimir un sello distintivo de calidad que empieza por no precipitarse en el momento de poner en circulación los vinos, aguantando los plazos que exige en cada caso la botella. Cita el ejemplo del albariño que Murrieta produce en el Salnés (Pontevedra), procedente de la finca del Pazo de Barrantes, un vino elegante, fresco y de intenso aroma floral.

Después del paseo por el viñedo, el chapuzón histórico y un aperitivo con albariño, a los compases del piano de Richard Clayderman, los profesionales de la gastronomía se sientan a la mesa para comer cigalita de tronco en tartar de aroma de cilantro, acompañada por Capellanía Blanco Reserva 2010, un monovarietal de viura vieja con veinte meses de crianza en madera, magnífico; un bacalao confitado con su gelatina en pil pil, crema de piquillo y puré de cebolla, junto a Marqués de Murrieta Tinto Reserva 2010, un bello bordelés con recuerdos de Saint-Julien, elegante, armonioso, imbatible si tenemos en cuenta el precio, alrededor de 16 euros; lomo de buey de avileña negra al horno de brasa de cepas de graciano, con una salsa de brandy y unas nueces, en compañía de Castillo de Ygay Gran Reserva Especial de 2007, un gran rioja con todas las bendiciones; para terminar una selección de quesos artesanos que sirvieron como excusa para que la bodega -que el cielo la tenga en su gloria- decidiese por iniciativa de la enóloga descorchar una de las botellas del Castillo Ygay Blanco 1986, con el que Marqués de Murrieta pretende agitar el mercado poniendo por primera vez en circulación en este país un blanco de venerable edad. Para el recuerdo.

Azurmendi, el timo. No hace falta resaltar la estupenda comida servida por Murrieta en la finca Ygay. Ni las parrochas, la chopa frita y el hígado el ajillo que los profesionales de la gastronomía comieron en el camino de regreso en El Furacu, de Villaviciosa. El pequeño bocadillo de anchoa y pimiento (matrimonio), del bar Blanco y Negro, en la calle del Laurel, de Logroño, bastaría para describir cierto placer si lo comparamos con el menú desgustación Adarrak que ofrece por 175 euros (220 con el vino) el restaurante Azurmendi, tres estrellas Michelin, en el alto de Larrabetzu (Vizcaya), del chef Eneko Atxa. Un timo de principio a fin. Desde el paseo por el huerto-invernadero de la señorita Pepis, plantado de trampantojos y de inutilidad culinaria, las cestitas cursis de picnic, y la apresurada visita a la cocina, donde el comensal recibe como aperitivo una hoja acompañada de una infusión de hibiscus, momento que sirve, además, para echarle un ojo a los cocineros que más tarde arruinarán la comida que llega a la mesa en un comedor despejado claro y con excelentes vistas.

Lo que no apetece es mirar para el plato. El "huevo trufado de nuestras gallinas" explota en la boca dejando en ella un sabor a tubería atascada; la "ostra, tartar y gelee" es una Gillardeau, en efecto, pero subida de temperatura lo que hace el bocado francamente desagradable; el "tomate y anguila", consiste en una gelatina insufrible con cuatro pedacitos de pescado del tamaño de una pipa de girasol; el salmonete asado es la mitad de uno de los lomos: la cocción ha sido inmisericorde y el sabor resulta insípido. Así, hasta doce veces, no recuerdo, y puede decirse que con sólo una excepción grata, un centollo desmigado en una infusión de oricio.

Observo a Javier Loya, lo tengo frente a mí; más tarde dirijo la mirada a Pedro Morán, y me acuerdo del salmonete con coliflores de Prendes; más tarde, a Luis Alberto Martínez, que se halla en una esquina de la larga mesa desatendida, y me viene a la cabeza su salmonete sobre lecho de quinoa. Añoro el salmonete. Me siento como un auténtico merluzo.

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