Curiosamente, lo más controvertido de la lectura radical de «La fura dels Baus» es el final de la última jornada. Wagner escribió unos versos que confían al amor la redención del mundo (muy en línea con la Segunda Epístola de Pablo a los Corintios), pero los eliminó. El drama concluye en un escenario de muerte y destrucción, con una sugerencia salvadora que hay que deducir subjetivamente de la extraordinaria coda orquestal. Antes de ese instante, los héroes han muerto, Sigfrido traicionado y asesinado por la espalda, Brunilda autoinmolada en un gesto de ira reivindicativa; la fortaleza de los dioses ha desaparecido entre las llamas; y los poderosos, el mediocre rey Gunther, el sórdido Hagen, demenciado por la codicia, y los demás, cayeron también violentamente para que volviera el oro a las profundidades del Rin, tras cumplir puntualmente la maldición de Alberich. Carlus Padrissa ha visualizado la nadificación de un mundo sin dioses, sin héroes y sin líderes. Pero estudiando a Wagner intuyó su fe en la redención por el amor y quiso recuperar los versos desechados sin tocar mínimamente el texto cantado. Lo hace figurar como «pintada» sobre un muro en llamas y con ello indigna a los puristas pero subraya la idea redentora que anima a la criatura humana desde que existe en la Tierra.

Así concluye esta grandiosa locura consumada por Helga Schmidt en el Palau de les Arts de Valencia, generosamente apoyada por la Generalitat. El «Ocaso» reproduce todos los valores desplegados en los dramas precedentes pero va más allá en la quintaesencia de la genial partitura, interpretada de manera insuperable por Zubin Mehta con los espléndidos colectivos de la Comunitat y del Palau, orquesta y coro que convocan en cada impulso y cada página, la identificación del auditorio. Es algo más hondo que el «feed back» del placer estético, tal vez definible como emoción sensitiva y a la vez intelectiva. Sin abdicar de la invención y la belleza, la escena de «La fura» es más austera, contenida e interiorizada. La del prólogo, con las Nornas como monstruosos insectos del submundo que manejan ciegamente los hilos de los destinos humanos; la del palacio de los gibichungos como reino del número, la cifra, el interés; la de Sigfrido navegando un Rin saturado de residuos; las grandes ciudades imaginarias evocadas en el segundo acto como retórica del vacío; el cortejo fúnebre del héroe recorriendo la platea con impresionante sobriedad; y la aniquilación del Walhalla cuando el oro retorna al Rin: todo ello, con las citas a los espacios de las jornadas precedentes, forma un mosaico que excita la mirada y despierta la sensibilidad de lo ausente, el logos oculto detrás de las presencias.

Jennifer Wilson, como Brunilda, es la gran protagonista del «Ocaso». Su sonido de soprano dramática y su capacidad de altura y volumen están al servicio de una emisión redonda y bella que sirve, a su vez, una expresión exacta. Con ella, el Hagen de Matti Salminen vuelve a acaparar las ovaciones del público por su rotundo poder en una composición insuperable. Lance Ryan revalida el triunfo de su anterior Sigfrido con una partitura rica pero menos contundente (en la que por unos minutos le hace Padrissa cantar colgado por los pies: justa imagen del antisigfrido enajenado por los filtros mágicos). Franz-Joseph Kapelmann presenta de manera espléndida el último Alberich. Y Stefan Stoll, Elisabete Matos, Catherine Wyn-Rogers (Gunther, Gutrune y Waltraute) integran, junto a tres excelentes Nornas y tres perfectas hijas del Rin, el reparto mejor pensado y mejor armonizado con el concepto del maestro Mehta.

Un mundo sin líderes, sí, pero sostenido por el amor y garantizado por emprendimientos como el de este Anillo que ha reunido en España a wagerianos de toda Europa, las dos Américas y Canadá. El entusiasmo general es casi tan memorable como la ceremonia misma del «arte total»...