Paul Naschy fue la marca de fábrica (una fábrica que dio trabajo y dinero) de Jacinto Molina Álvarez (Madrid, 6-IX-1934), una de las referencias del cine fantástico mundial, hoy recuperado como autor de culto por parte de los cineastas y críticos que consiguieron escapar del realismo de la berza que nos sigue atenazando (realismo y berzas convenientemente subvencionados, of course) e ídolo para generaciones de cinéfilos y nobles «frikis», de toda clase y condición, que acabaron por aceptar al levantador de pesas que consiguió transformarse en hombre lobo. Se trata de un caso único en su especie y Félix Rodríguez de la Fuente hubiese hecho una serie apasionante con las andanzas de aquel licántropo, Waldemar Daninsky, que un buen día de 1968 saltó a la pantalla del cine Boulevard de Madrid. Hoy forma parte del top-ten de los psicokillers patrios. ¿Cuánto de ese monstruo real pasó al celuloide? ¿Y cuánto de las bombas de la Guerra Civil, que sufrió con cuatro años entre Burgos y Madrid? La película en la que Waldemar Daninsky se presenta en sociedad se titula «La marca del hombre lobo» y es toda una declaración de principios, con anécdota que incumbe a los asturianos incluida: «El licántropo no podía ser asturiano, como yo lo había escrito, y había que aligerar la carga religiosa, la violencia y el erotismo. No tuve otro remedio que seguir las indicaciones de la censura y así nació el noble polaco Waldemar Daninsky», dice Naschy en sus «Memorias de un hombre lobo».

Un abuelo procedente del oriente de Asturies cargado de cuentos y de leyendas justificaba la intención, una intención que se vestiría con tres referencias estéticas inevitables, la galería de monstruos de la Universal de los años treinta, encabezados por el hombre lobo de Lon Chaney, la sobredosis erótica de la Hammer de los 50, con el maestro Terence Fischer de Cicerone, y una adoración por el expresionismo alemán de los 20. A estas referencias estéticas cabría añadir un posicionamiento ético inevitable y más en la España de la dictadura. Al final Waldemar Daninsky fue el icono patrio en el reñido panteón de los monstruos, una propuesta única, llena de guiños, pero con suficientes dosis de originalidad como para ser reconocida. Waldemar Daninsky aparecerá en una quincena de películas, las más dirigidas, y todas guionizadas e interpretadas, por Paul Naschy, rodadas en distintas coproducciones con Alemania, Francia o Japón: de «La furia del hombre lobo» (1970) a «La bestia y la espada mágica» (1983), pasando por el gran hito que, junto con «La residencia» de Ibáñez Serrador, abre la época de oro del fantástico hispano: «La noche de Walpurgis» (1972). Pero no sólo de la licantropía vivió este «filmmaker» patrio con vocación de niño gamberro contador de historias mágicas trufadas de sal gorda y brochazos de dirty realism. Se invistió de Drácula («El gran amor del conde Drácula» 1972), momia («La venganza de la momia», 1973), zombi («La rebelión de las muertas» 1972)? Hizo serialkillers escalofriantes como el aljibe de «El huerto del francés», 1977) uno de sus mejores trabajos; de policía italiano en «Una libélula para cada muerto» (1973), películas infantiles como «Mi amigo el vagabundo» (1984) y documentales como el excelente «El Museo del Prado» (1980).

Era una persona de cultura enciclopédica, excelente dibujante, que vio cómo sus creaciones pasaban del cine al cómic o a los videojuegos. Un hombre hecho de fotogramas, programas dobles, desfaciendo entuertos, que inventó en España ese cine de guerrilla que hoy tanto admiran las nuevas generaciones de amantes del cine no contaminado por decretos y clientelas. Una tarde de marzo de 1992 asistí una conversación entre Paul Naschy y la productora de Quentin Tarantino, que pretendía adquirir los derechos de este hombre lobo que pudo ser asturiano. No sé en qué quedó aquello, sí sé que Paul comentó que «cuánto le gustaría que un productor español de la época se interesase por lo que él humildemente, pero con una pasión a prueba de infartos, creaba». Jacinto Molina Álvarez ha muerto. Paul Naschy se hace eterno.