La bajada de los turistas de las guaguas (autobuses), frente a una bodega en La Geria, es rápida. Todos caminan juntos y apretados hacia el rincón donde una mujer les sirve vino en pequeños vasos. En el exterior, un viticultor descarga las uvas, en este caso tintas, que pronto se convertirán en vino. El hombre, de piel curtida y morena, me mira atechado bajo su sombrero conejero, extiende su mano y me ofrece, orgulloso, un racimo. Están ricas, frescas, dulces, y me siento una privilegiada ante tal regalo.

A mediados de agosto ya tiene lugar la vendimia en la isla. Las hojas de la vid se dejan ver dentro de los muretes de piedra volcánica y nos sorprende, una vez más, el paisaje donde el negro, el blanco y el verde llenan por completo la mirada. Es Lanzarote una sorpresa intensa para quien la imagina, sobre todo para los que estamos habituados a pasear, dormitar o leer a la sombra de bosques que allí no hay ni tampoco buscamos, pues a los pies de un cráter lejano y de cientos de chumberas saludando a ambos lados de la carretera sólo cabe admirar el ingenio de la Naturaleza y pedir a la memoria que no olvide. Belleza sobria, caliente, distinta y no siempre soleada la de esta tierra.

No quiero hablarles de eso que se define como «visita obligada» y que figuran con tal habitualidad en las guías que obviarlas parece hasta un pecado, con excepción del Jardín de Cactus -espectacular y no fácilmente descriptible-, pues estoy segura de que, en cuanto lleguen a la isla, quedarán literalmente enterrados con los mismos fotellos. Eso sí, si junto al sol o la luna, la niebla o el viento siempre salen en sus fotos, entonces, en Lanzarote, no se pierdan el Norte.

No dejen de pasear al atardecer por la impresionante playa de Famara y conocer la Caleta, pueblo marinero de casas blancas y ventanas y puertas verdes o azules donde sus paisanos invitan a todos sin distinción a conocer su gastronomía en las fiestas locales. Artesanos y ecología van de la mano en el mercado que, los sábados, se celebra en Haría, en el precioso Valle de las mil Palmeras: papas, pescado en salazón, bufandas de ganchillo, muñecas, jabones, mojo y productos de aloe se ofrecen, entre otros, en los puestos callejeros. Otro gran mercado, este inmenso, gigantesco, multicultural y diría que hasta agotador, se celebra el domingo en Teguise, una de las localidades más bellas de Lanzarote, que recomiendo callejear durante la semana en un paseo más íntimo y tranquilo.

Arrieta, La Santa, los caletones que pueblan la costa desde Punta Mujeres hasta Órzola -donde la tierra volcánica se mezcla con arena blanquísima- y como ya dije, La Geria, son lugares con un encanto especial. La sorpresa llega cuando en dirección al Mirador del Río, para ver la isla de la Graciosa, el viajero se encuentra con un pueblo de brevísimo nombre: Ye. Para un asturiano llegar a Ye es una experiencia singular, divertida y curiosa. Bajo su indicador es imposible no pensar «Aquí ye Ye» y sonreír sin saber que, tras la próxima curva, el magnífico volcán de la Corona nos espera, a medio camino del mar.