Sobre Abbott Joseph Liebling (1904-1963) gravita buena parte de la historia del periodismo moderno. Era un gordo afable con dedos de paloma al que le gustaba escuchar y que llegó a convertirse en uno de los grandes reporteros de todos los tiempos. Escribió de la Segunda Guerra Mundial, de boxeo, de carreras de caballos y de comida, pero también firmó centenares de piezas en «The New Yorker» sobre otras muchas cosas y personas, todas ellas unidas bajo el mismo denominador común: meter la nariz en los asuntos de los demás y sacar el mejor partido de ello.

Sus artículos están llenos de entretenidas observaciones y son precursores de lo que más tarde se llamó nuevo periodismo. Liebling estaba allí antes que Capote, Talese, Breslin, Wolfe y todos los que vinieron después, pero nadie hasta ahora ha hecho que figurase en las grandes antologías con el fin de explicar los verdaderos orígenes del género.

Joe Liebling tenía, además, un sexto sentido que le ponía en alerta sobre la fiabilidad de lo que a uno le cuentan. Cuando tenía 6 años, leyó en un periódico de Nueva York que un peso pesado llamado Carl Morris era la esperanza blanca para derrotar al campeón del mundo, el legendario Jack Johnson. Dos días más tarde, un boxeador vulgar, Jim Flynn, mandó a la lona al púgil sobre el que se habían depositado tantas esperanzas y Liebling aprendió a desconfiar de los periódicos. Esa desconfianza, más que alejarlo de la prensa escrita, hizo de él un lector ávido y crítico. «Cuando uno no puede obtener toda la verdad de un periódico, y no digo con esto que a un periódico le resulte fácil contar la verdad, aun mostrándose voluntarioso, lo que debe hacer es leer dos con las ideas confrontadas para enterarse realmente de lo que está sucediendo», escribió.

Propenso a la desconfianza y, en sus años finales, a la melancolía, Liebling formó junto a Joseph Mitchell la pareja de periodistas que revolucionó el «New Yorker», adonde habían llegado los dos huyendo de los manejos del pérfido Roy Howard, el editor que había comprado el «World» para fusionarlo con el «Evening Telegram». Liebling y Mitchell, que procedía de Carolina del Norte, patearon juntos Nueva York en busca de historias dignas de ser contadas. Se complementaban. Comían en el Red Devil y en el Villa Nova -Liebling conservaba de los tiempos de París el amor y el conocimiento por la gastronomía que le llevó a escribir Between Meals-, bebían en Bleeck's and Costello y los fines de semana se iban a las playas de Rockaway para zambullirse en el océano y escuchar a la gente. De ahí salían las historias de tipos corrientes, quizá no tan corrientes, que hicieron famoso a Mitchell, autor de El secreto de Joe Gould (Anagrama, 2000), una pequeña obra maestra publicada en 1964 en las páginas de la revista donde trabajaba, poco después de la muerte de su inseparable colega y amigo. Mitchell sobrevivió a Liebling durante más de treinta años, pero apenas volvió a escribir artículos después de que la estupenda semblanza sobre Joe Gould viera la luz.

Los mejores textos de uno y otro, en la etapa del «New Yorker», están reunidos, en el caso de Liebling, en un volumen titulado Just enough Liebling, y en el de Joseph Mitchell, en Up in the Old Hotel. Ninguno de ellos, que yo sepa, se encuentra traducido al castellano, pero si el inglés alcanza y tiene la posibilidad de hacerse con ellos, no lo dude un instante: de sus páginas brotan la ciudad de Nueva York y un montón de acusados perfiles neoyorquinos. Lo mismo digo si tienen la oportunidad de leer The sweet science, del primero de estos dos legendarios periodistas.

Todo esto viene a propósito de que leyendo ciertos periódicos y su visión extremadamente opuesta sobre determinados hechos que conciernen a la vida política nacional, uno siempre tiene la tentación de ponerse en la piel del desconfiado y melancólico Abbott Joseph Liebling, cuando se refería a lo difícil que resulta obtener toda la verdad de una sola lectura.