Sábado, 28 de mayo

Nada que contar

Me temo que no estoy a la altura de mi mala fama. Ayer, durante las deliberaciones del premio de poesía «Emilio Alarcos», todo era «Cuidado con lo que dices», «Ten en cuenta que cualquier cosa que digas aparecerá luego en el diario de García Martín», «Esto no se te ocurra contarlo en tu diario». Tanto ruido para tan pocas nueces. Después del largo día de ayer, me esfuerzo por recordar alguna indiscreción, algún secreto inconfesable, y no encuentro nada.

-Algún chanchullo harían, o intentarían hacer, que ya se sabe que premio limpio y premio en el que ande por medio Chus Visor son expresiones incompatibles.

-Eso creía y estaba muy alerta, pero nada de nada. Con lo que a mí me apasiona hacer frente a turbias maniobras. Y encima resulta que los dos libros favoritos del editor contra el que he arremetido tantas veces eran exactamente los dos que yo prefería. Volví a releer el resto de los seleccionados, pero seguían pareciéndome los mejores. Tras varias votaciones quedaron con tres votos cada uno. Volvimos a votar y se repitió el empate. Josefina, tan expeditiva, dijo: «Pues que gane el 112, que es el que me gusta a mí». Y yo: «De ninguna manera, que desempate el presidente, que es lo reglamentario». Y García Montero: «A mí me da lo mismo». Alguien propuso lanzar una moneda al aire. Finalmente conseguí que García Montero hiciera uso de su voto de calidad. Antes de abrirse la plica, ya dije yo el ganador: Eduardo Jordá. Y no porque el autor me hubiera dicho nada, sino porque conozco bien su obra. Su poesía, si no siempre es gran poesía, siempre tiene el atractivo de la buena prosa. También reconocí a otros finalistas, como Antonio Praena, émulo de la poesía erótico-reflexiva de González Iglesias y prior dominico en un convento de Granada. Al que no reconocí fue al que estuvo a punto de ganar. Luego me enteré de que se trataba de un primer libro (por eso yo no reconocí a su autor) y que además es familia de Almuzara. Sentí que no hubiera ganado porque siempre está bien descubrir a un nuevo poeta que es poeta de verdad; pero a la vez me alegré de que no lo hubiera hecho, porque al estar emparentado con Javier Almuzara los mal pensados de siempre pensarían en otra artimaña de la tertulia Oliver. Luego supe que ese excelente libro ya tenía editor. Javier Sánchez Menéndez lo va a editar en La Isla de Siltolá. Mejor así. Voy contra mi interés al confesarlo, pero yo creo que los premios, o por lo menos la mayoría de los premios, acompañan la cara de una, por lo general sustanciosa, dotación económica con la cruz de un cierto desprestigio. Un buen libro de poesía es el que no necesita ir de premio en premio, hasta que suene la flauta, para ser publicado.

-Pues si quieres que te vuelvan a llamar de jurado para algún premio, y últimamente parece que no haces otra cosa, no se te ocurra decir esas cosas en público.

-No te preocupes, no las diré. Ya sabes que no estoy a la altura de mi mala fama. Qué más quisiera yo que poder desvelar algún secreto. Pero secretos literarios, de algún interés, hay pocos. Y los que hay yo no los conozco.

Domingo, 29 de mayo

Humillaciones sin

importancia

Al ir a sacar la entrada en el cine, me dice la taquillera: «¿Tiene derecho a algún descuento?» Respondo que no y ella insiste: «¿No tiene ningún descuento?» Miro a un lado la lista de descuentos y veo que incluye a los mayores de sesenta años. Aunque me ruborizo un poco (no tengo costumbre de mentir), insisto: «No, no, ninguno». La chica sonríe y me da la entrada correspondiente.

Qué amables son los amigos. Todos me dicen que no aparento la edad que tengo y luego resulta que, sin mirarme apenas, la taquillera del cine ya sabe que soy un anciano con derecho a tarifa reducida. Lo siguiente será que, nada más subir a un autobús, alguna jovencita se levante para dejarme el asiento.

Lunes, 30 de mayo

Mentiras y literatura

No me gusta leer mis poemas, ni en público ni en privado. Como soy bastante hipócrita siempre me ando quejando de la mala suerte que tengo yo, que siempre que me invitan a alguna parte es para hablar de otros escritores, y la buena suerte de mis amigos poetas, que van de un sitio a otro sin tener que preparar ninguna intervención, sin otra obligación que leer -mejor o peor- los propios versos. Pero a mí lo que me gusta es leer, ensalzar, analizar, destrozar la obra de otros.

-¿Y tú, como crítico, qué opinas de tu poesía? -me preguntan a veces.

Nunca opino de ella. Aunque siempre estoy hablando de mí mismo, o eso parece, de las cosas que más me importan nunca hablo. Cuando tengo la obligación de leer en alto mis poemas, aprovecho, mientras voy leyendo, para comprobar lo que han envejecido, para ver si resisten el paso del tiempo. Algunos todavía siguen en pie, pero la mayoría están llenos de grietas. Prometo no decírselo a nadie. Conviene no tirar piedras contra el propio tejado. También hay otros que no puedo leer sin que se me quiebre la voz y se me nublen los ojos: «Siempre joven serás en mi recuerdo. / Fíjate, cuánto gano, si te pierdo». De sobra sé que eso es sólo literatura, que no he ganado nada con perderte, que daría con gusto todo lo que he ganado, y hasta mi vida si fuera necesario, por no haberte perdido.

Martes, 31 de mayo

Intrigas de pasillo

¿Cuántos años he sido jurado de los premios «Príncipe de Asturias» de las Letras? Bastantes ya. La verdad es que me he divertido mucho y he aprendido bastante, aparte de hacer buenos amigos. Pero me temo que ya estoy empezando a estar de más. La nueva directora de la Fundación, hasta ahora siempre amable conmigo y muy en su papel institucional, me ha soltado una pequeña reprimenda: «¿Pero de verdad tú crees que Javier Marías es peor escritor que Leonard Cohen?». Yo, que soy muy discreto, trato de salirme por la tangente: «Mal escritor no es, peor que Gamoneda seguro que no es?» Junto a la directora estaban Víctor de la Concha y Juan Cruz, frustrados valedores de la candidatura del académico. Yo, en el jurado, no suelo decir nada ni en contra ni a favor. Me limito a escuchar y a aprender. Una de las cosas que he aprendido es que, en un jurado de veinte miembros, si se quiere sacar adelante una candidatura hay que hacer previamente alguna labor de pasillo. Y que Víctor de la Concha, tan inteligente para ciertas cosas, en otras se muestra algo torpe. Sólo así se explica que, si de verdad le interesa sacar a un candidato de lengua española, no haya sido capaz en tantos años de conseguir una candidatura de consenso, a pesar de ser el presidente del jurado. Yo la habría conseguido. Pero yo no pinto nada. Tengo tan poca capacidad de influencia (al contrario que mi amiga Rosa Navarro Durán) que cuando defiendo a alguien ni siquiera le hago perder apoyos.

Si yo tuviera alguna vanidad (que no la tengo, como es bien sabido), estos años de participación en el jurado de los «Príncipe» la habrían puesto duramente a prueba. Comienzan siempre de la misma manera. Antes de reunirnos, hay un encuentro con la prensa. Los periodistas se arremolinan ante Sánchez Dragó, Anson, Colinas, van luego de uno a otro miembro del jurado, pero nunca, nunca, ni por equivocación, se ha dirigido uno a mí. Y eso que yo me creo una persona ocurrente, con opiniones a veces disparatadamente originales, dispuesto a responder a todo lo que se me pregunte sin guardar ninguna cautela diplomática. O sea, lo que cualquier periodista está deseando encontrar. Pero está visto que ellos no son de la misma opinión.

Pero vale la pena ese humillante trámite previo (estoy acostumbrado a que los demás no compartan la buena opinión que tengo sobre mí mismo) por la comedia de enredos y equivocaciones y el colorista despliegue de pavos reales que viene a continuación. De vez en cuando me pregunta algún amigo malintencionado: «¿Qué hace un republicano como tú en un premio como ése?». Y yo respondo que, por el bien de la literatura, soy capaz de colaborar con cualquiera, hasta con un príncipe. Y que además si yo ahora mismo tuviera que proponer dos candidatos a la Presidencia de una hipotética III República Española, mis candidatos serían Baltasar Garzón y Felipe de Borbón, y a la hora de votar lo más probable es que finalmente me inclinara por el último, que suscita menos rechazo y que, aunque príncipe, es el candidato mejor preparado para ocupar la Jefatura del Estado que hayamos tenido nunca.

Miércoles, 1 de junio

Vida cotidiana

«En esa familia, el único que tiene una conversación interesante es Charles». Charles es el príncipe Carlos; esa familia, la familia real británica. Quien habla, Jacobo Siruela, lo hace con conocimiento de causa. «Con Charles se puede hablar de Blake o de si los cortes que le hizo Pound a "La tierra baldía" de Eliot mejoran o no el poema».

Después del fallo de los premios, cuando casi todos los miembros del jurado se han ido, comparto mesa con Rodríguez Lafuente, Armas Marcelo, Diana Sorensen, que como viene de Estados Unidos está fascinada con la personalidad de Luis María Anson, y el editor de Atalanta. Se habla de muchas cosas interesantes, y también de Juan Cruz; pero yo, como un plebeyo fascinado por la aristocracia, sólo me preocupo de sonsacarle anécdotas biográficas al hijo de la duquesa de Alba: «Franco fue como un abuelo para mí; su nieto y yo, durante bastante tiempo, éramos inseparables. Estuve con él en El Pardo, en el "Azor", en muchos sitios. Yo le veía como un abuelito al que le gustaba contar recuerdos de la guerra de África. De la Guerra Civil nunca hablaba. En El Pardo lo que más me sorprendió fue el gabinete de las joyas de doña Carmen; estaba lleno desde el suelo hasta el techo; parecía que entraba uno en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Las imágenes que tengo de Franco son imágenes de niño, sin ninguna connotación política. La última vez que le vi tenía yo dieciocho años, ya me había ido de casa y comenzado a vivir por mi cuenta; le sorprendió mi melena, pero no se atrevió a reprochármela, solo dijo: "Pero Jacobo?" Por entonces unos manifestantes habían intentado quemar la Embajada española en Italia y él murmuró una frase que no entendí y que se me quedó grabada: "Italia siempre será una colonia". El rey, antes de ser rey, venía mucho por casa. Era muy bromista, a veces aparecía patinando por el pasillo? Yo no me lo tomaba muy en serio. A veces me llevaba las manos a la cabeza y pensaba: "Dios mío, lo que nos espera cuando sea rey; no va a durar nada". Pero luego me equivoqué por completo".

Yo le escucho fascinado y, en lugar de por su libro sobre los sueños, le sigo preguntando por esos «pequeños detalles exactos» que tanto fascinaban a Stendhal. La verdad es que, en la conversación personal, lo mismo que en la literatura, las profundas reflexiones me interesan bastante menos que los detalles de la vida cotidiana de personajes muy ajenos a mi vida cotidiana, se trate de la familia Winsord o de una tribu de indígenas del Amazonas.