En un par de semanas, Riccardo Muti dirigirá en Oviedo a su juvenil orquesta «Cherubini» antes de recibir el premio «Príncipe de Asturias» de las Artes 2011. A los pocos días de serle concedido, protagonizó en Roma, desde el foso de «Nabucco», una sonada denuncia contra el caos cultural de la Italia de Berlusconi, poderoso que parece arrancado de la Commedia dell Arte. El maestro hizo cantar a ambos lados de la escena el «Va pensiero» que es, desde mediados del XIX, emblema de la liberación nacional. La imagen emocionada del coro y el público dio varias vueltas al mundo en las autopistas de la red consagrando a escala planetaria al nuevo Garibaldi de esa cultura que desprecian los gobiernos como si fuera más prescindible que ciertas instituciones inútiles o los bonus bancarios.

Entre las merecidas alabanzas que ilustran la trayectoria de Muti no suele citarse su rebeldía frente a los escenógrafos, actuales dictadores de la ópera. Carlus Padrissa, genio de «La Fura dels Baus» aplaudido como el más grande de los iconoclastas, decía el otro día, a punto de estrenar en Perelada su visión del «Orfeo» de Gluck, que lo más importante de la ópera es la música. Si ésta funciona, todo funciona. Muti es de la misma opinión, aunque habría que oírle bramar contra la idea de Padrissa de subir la orquesta a las tablas, haciéndola tocar y bailar ahogada en mallas de piel de serpiente.

A lo largo de dos décadas fecundas, el maestro dictó la ley de la Scala milanesa, uno de cuyos preceptos fue dar con la puerta en las narices a los escenógrafos iluminados. Pero la música nunca había sonado igual en ese mítico espacio. También se enfadó con Mortier en su etapa salzburguesa, negándose a pasar por el aro escénico del actual director artístico del Real de Madrid. Concluida aquella década, volvió a reinar en Salzburgo hasta el punto de que el espléndido Festival de este año fue para muchos el «Festival Muti».

Desdeñoso de modas y cancerbero de la nietzscheana «prueba de eternidad», este gran artista podría personalizar la historia jocosa que, con su cara de palo, contó durante una cena en Las Palmas a la que asistían, entre otros, su esposa, Cristina, y la actual vicepresidenta Elena Salgado. En una visita oficial a Egipto, el presidente de Italia visitó las pirámides. Cuando entró en la estancia de Amenophis III, «el faraón Sol», se incorporó la momia para preguntar: «Y dígame, señor presidente, ¿es cierto que mi amiga Carla Fracci sigue bailando?» Más allá de la ironía de la edad, la incombustible prima ballerina assoluta de la Scala simbolizaba la eternidad que Nietzsche exigió al Arte.