Tom Clancy tenía un viejo tanque en el jardín. No era una amenaza. El novelista era un fanático de las armas. Si lo hubiera sido de la música clásica, seguramente se habría hecho con un piano en el que tocó Mozart. Dinero le sobraba. Era eso que se llama despectivamente autor de "best sellers". No pudo ir a la guerra de Vietnam, su gran ilusión, así que metió cuanta metralla pudo en sus libros. Y en sus videojuegos: con su nombre y apellidos hay franquicias desde hace mucho tiempo que permiten al jugador luchar por los Estados Unidos (aunque sea de Albacete) formando parte de las fuerzas de élite norteamericanas. Juegos impecables técnicamente pero sin vida. Igual que sus novelas. Clancy, cuando forjó su fama y su fortuna, escribía mamotretos diseñados con tiralíneas para atrapar la atención del lector poco exigente, con toneladas de documentación y ninguna pretensión literaria. El cine de acción, claro, congenió con sus histerias patrioteras, pero en los últimos años sus títulos estaban coescritos, se quedaron sin munición y perdieron potencia de disparo.