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Comidas y bebidas

Comerse el mundo a veces no sirve

La Galaxia.

En algunos restaurantes pésimos y carísimos, habituados a disfrazar la comida hasta hacerla irreconocible y rodeado de gente tan despistada como zafia capaz de preguntarle al jefe de sala si el plato que ha pedido lleva foie, me he acordado de aquello tan gracioso de Julio Camba de que a la hora de comer hay que saber tanto lo que se come como con quién se come para no tener que llamar, según los casos, al Laboratorio Municipal o a la Dirección General de Seguridad. A veces habría que pedir auxilio en ambas direcciones.

El hombre que se comió el mundo, publicado hace unos años por Tusquets, es un libro que trata de estas cosas. Jay Rayner, el periodista y crítico gastronómico británico da la vuelta al globo en busca del menú perfecto sin escatimar en gastos pero no siempre con buenos resultados. En el pretencioso Le Grand Véfour, acomodado en la galería de columnas que da al Palais Royal parisino, se decidió a pedir en los postres una crema quemada de alcachofas, no porque le apeteciese -¿a quién en su sano juicio le puede apetecer comer una crema quemada (crème brûlée) con alcachofas?-, sino porque quería experimentar con el horror para poder contárselo después a los lectores. La vida de un crítico gastronómico de los de verdad -esto excluye a la tribu nacional que se mueve por los restaurantes de los amigos con el ánimo de comer gratis y después adular a quien lo invita- no siempre es un camino de rosas.

El crítico de restaurantes padece lo suyo, y mucho más si tiene la obligación, como le sucedió a Rayner, de comer o cenar durante siete días seguidos en siete restaurantes parisinos con tres estrellas Michelin. Caso de Le Grand Véfour, donde los camareros tan altivos como encantados de conocerse, no le dan tregua al abrumado comensal que se atreve a sentarse a la mesa de, por ejemplo, Napoleón. El relato de Rayner de lo que le pasó con la crema y las alcachofas bien vale un padecimiento. En cualquier caso demuestra que escribir de comida no consiste en extraer siempre la misma conclusión pedante y aburrida de lo que está en el plato, si resulta "emotivo", "bien integrado" o si "la presentación es limpia" o el "sabor arroja buenas sensaciones". Lean: "Soy de la firme opinión de que no se puede introducir nada en la crema quemada que la mejore, y desde luego no un cardo de la familia de las asteráceas. Para mí era como si pusieran un hámster muerto (...) No era sólo que la alcachofa azucarada y las natillas ligeras de la crema quemada sean los peores compañeros imaginables desde que Stalin decidió firmar su pacto de agresión con Hitler, es que la crema se había cortado. En lugar de las natillas ligeras, teníamos un huevo revuelto dulce, un error bastante básico en un bistrot de cualquier esquina, sorprendente en un tres estrellas Michelin. (...) Empujé el plato a un lado de la mesa. (...) Al final, vino el maître, echó un vistazo, murmuró del agua de las alcachofas y lo retiró como si fuera una alimaña que hubiese que exterminar". ¡Bravo!La pretensión de comer bien no siempre es suficiente para alcanzar éxito en la misión. Hay restaurantes donde a uno le puede parecer satisfactoria cualquier cosa que no tenga que comerse. Incluso cuando la cuenta asciende a 300 euros -el ejemplo parisino de un tres estrellas Michelin- y no acierta a comprender por qué demonios.

Desde que una vez a los once años se escabulló en un viaje de estudios para comer caracoles en un restaurante francés, Rayner no ha dejado de perseguir el menú perfecto en Tokio, en Moscú, en NuevaYork, en Londres, en París, en Las Vegas y hasta en Dubai. En los grandes restaurantes, los más caros y con más sombras que luces. Halló destellos de perfección en el parisino L'Astrance, toco el cielo con Yukimura, en Tokio, y recibió un cursillo acelerado de itamae en el Okkei-sushi, donde pagó la cuenta más alta de su vida, aproximadamente 400 euros. Todo para llegar a la conclusión de que el sueño de escribir sobre la comida perfecta puede pasar sin cumplirse, porque la perfección se basa lisa y llanamente en el apetito personal. Acabó confesando que su búsqueda del Santo Grial estaba condenada desde el principio al fracaso: la había emprendido con la compañía equivocada, es decir, la suya. Cuando regresó a su ciudad natal, Londres, lo primero que hizo fue ir a cenar con su esposa a sus antros favoritos. Casi todos ellos esplendidamente baratos y suficientemente buenos.

La Galaxia. Álvaro me ofrece para beber en Celia Pinto, el restaurante portugués de Oviedo que pronto ampliará y mejorará sus instalaciones, La Galaxia, un agradable vino rosado de Dão, elaborado con tres variedades (alfrocheiro, jaen y baga) por Eulogio Pomares. En él tiene mucho que ver otro Alvaro (Castro) uno de los mejores productores de la zona, propietario de Quinta da Pellada, en la Serra da Estrela, de dónde proceden las uvas. Su bodega se halla en el pueblo de Pinhanços y encierra algunos de los mejores misterios vinícolas de esta región de Beira Alta. La Galaxia es un rosado elegante, fresco y muy envolvente, bien embotellado y con una atractiva etiqueta. Representa, al parecer, a Pomares, dibujado por su hijo, aterrizando en un viñedo. Cuesta sobre 9 euros.

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